Se están cumpliendo 10 años desde que dejé mi gente, mi tierra y mi trabajo para compartir mi vida y mi fe en Jesucristo con otras hermanas y hermanos de América Latina. Doy gracias a Dios a diario por esta oportunidad que siempre la leo como una gracia muy grande. Pero hay algo más, que dimensiona y profundiza este don: desde que llegué a tierras latinoamericanas siempre viví y trabajé con comunidades indígenas. Primero fue con comunidades zapotecas, allá en Oaxaca (México). Después en Guatemala, en un pueblo kakchiquel durante 7 años y, últimamente, en comunidades q’eqchi’s en Alta Verapaz. Cada experiencia me dejó marcado con rostros, llamadas, preguntas, asombros y retos concretos. Cada una dejó su huella en mi persona de hombre y también en el modo de entender el Evangelio, de vivir la misión y la pasión por el Reino, de ubicarme en este mundo y este tiempo. Sin embargo, hay algo común a todas estas experiencias: todas me hicieron entrar en un proceso de escucha, de empobrecimiento, como condición previa para entrar, conocer, compartir... Es como cuando Dios le dijo a Moisés desde la zarza: «Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es sagrado». Me voy a concretar a mi última etapa. Desde hace tiempo tengo claro que la lengua de un pueblo es elemento esencial de su cultura y del alma de ese pueblo. Sabía que difícilmente se puede conocer y servir a un pueblo si no se conoce su lengua, si no hay comunicación plena. Nunca hasta llegar a Verapaz había visto a un pueblo que reza, canta, celebra su fe, escucha la Palabra de Dios, predica... en su propia lengua y reclama de sus servidores que les sirva en su lengua. Animado y estimulado por el ejemplo de muchos compañeros, me puse a estudiar q’eqchí y aún estoy en este proceso de aprendizaje. No sé si lo lograré, pero me esfuerzo día a día por abrir todos los sentidos para ver de aprender a comunicarme en q’eqchí. Considero que es una concreción de la exigencia que tenemos de inculturar el Evangelio, exigencia que nace del mismo Evangelio y de Jesús y su práctica, antes que cualquier “estrategia” apostólica. Pero por esta fidelidad al Evangelio ya este pueblo, me metí en un buen problema, en una experiencia bastante dura para mí. La dureza viene del experimentarme tan limitado, desarmado, tan incapaz de acercarme, escuchar, preguntar, opinar... conocer la vida y el pensamiento de la gente. A los 31 años de sacerdote ya tengo un largo camino, variadas y ricas experiencias que me proporcionan recursos y medios para entrar en nuevos ambientes, acercarme... trabajar. Sin embargo, al no poder hablar ni entender q’eqchí todo quedó en “casi nada”. Se me hicieron inútiles todas mis experiencias y recursos, conocimientos y capacidades. Si se trata de la celebración de la Misa y sacramentos, se acabó la espontaneidad, la creatividad, los recursos para hacer más viva y participada las celebraciones. Sólo me queda leer como puedo, sin entender del todo las fórmulas y las oraciones del libro. Muy duro para mí, a mis 31 años de experiencia pastoral. Si hablo de trabajo de formación de catequistas, acompañar grupos, aconsejar personas, familias, consolar, animar.., lo que tengo que hacer es buscar intérprete que diga lo que entiende y... como puede, y transmita a los demás lo que entendió de lo que dije. Muy duro y frustrante. Este es el rostro o la dimensión concreta de la pobreza que me impone esta nueva situación y el precio que debo pagar para llegar un día a conocer, amar y vivir más identificado con este pueblo, condición necesaria para evangelizar y ser evangelizado. Al principio, confieso que me bloqueó bastante este tema de la lengua. Pero cabalmente en la fiesta de Pentecostés de hace un año, por esta situación que me hace sufrir, encontré respuestas nuevas y luces nuevas brotaron para mí del viejo y conocido texto de los Hechos de los Apóstoles. Entendí el tema de la inculturación de una manera más integral, y también más exigente, pero que me ayudó a desbloquearme con el q’eqchí. La lengua de fuego les capacitó a los Apóstoles para hablar agentes de diversas lenguas y culturas. Y todos entendían las maravillas de Dios en sus propias lenguas. Esto me hizo pensar que hay otra lengua -la del Espíritu de Dios- que es capaz de pasar las barreras que nos separan a los humanos en distintas lenguas, culturas, razas, religiones, ideologías... Pensé que es importante y urgente que yo aprenda q’eqchí para acompañar eficazmente, evangélicamente, a ese pueblo, como una expresión de amor y respeto a su cultura. Pero hay algo más, que está más en la raíz de la inculturación necesaria del Evangelio: la lengua del Espíritu de Jesús, que brota de un corazón lleno de compasión hacia el pueblo pobre y marginado y que Él expresó con palabras ardientes y sencillas, con gestos, actitudes, opciones radicales... con la vida entera y hasta con la muerte. La inculturación, pues, pasa por aprender la lengua del pueblo con el que camino y comparto la vida y la fe, pero va más allá. Pienso que el Evangelio de Jesús está reclamando una inculturación más radical. Reclama que aprenda esa otra lengua del Espíritu de Jesús que me capacita para escuchar en profundidad los gritos del pueblo empobrecido, la tristeza de los que dejan sus aldeas para buscar, lejos, una tierra donde poder vivir, la rabia de los mozos explotados en las haciendas, la marginación y el desprecio a los “inditos” por parte de los “otros”... el conformismo y resignación que moldea el alma del indígena golpeado y excluido secularmente... Inculturar el Evangelio me está reclamando compasión, que me identifique con él, que me diluya en su manera de ser y sentir, con sus luchas, sus esperanzas, su suerte. Esta lengua del Espíritu de Jesús se habla con Palabras, ciertamente, pero mucho más con gestos y prácticas solidarias. Y esto lo saben mejor que yo la gente de mi pueblo. Me decían un día los catequistas para animarme: “Qawá, Padre, ya irá aprendiendo poco a poco el q’eqchí”. Se referían sin duda a esa otra lengua. Esta es la lengua que Jesús habló y que los pobres de todos los tiempos, lugares y culturas entienden de maravilla, y están reclamando de la Iglesia. Esta es la lengua que los seguidores de Jesús debemos aprende y platicar con todos los pueblos y culturas para que el Evangelio de Jesús se inculture realmente y no sea extranjero en ninguna tierra. ANTONIO SICILIA VELASCO |