VI

JERUSALÉN Y EL TEMPLO

Según la tradición, cada año y mínimo una vez, aunque a veces, unos cuantos años no podían ser fieles a lo prescrito, se ponían en camino hacia Jerusalén. Para él, como niño fue siempre una fiesta. Los preparativos, la caravana de amigos y familiares, el camino largo, 3 ó 4 días, una caminata, una parte andando, otra parte a lomo del burro, de nuevas experiencias, pasar las noches en cercados de caravanas, jugar con sus amigos de la misma edad, y sobre todo la visión de los lugares y de las ciudades encontradas con las explicaciones que le daba su padre. Seguían el camino más corto, incluso si tuvieran que pasar por Samaria, una tierra donde vivía un pueblo que se decía impuro por seguir otras tradiciones y dar culto a Dios en el monte Gerizim, y no en el monte Sión, donde se situaba el Santo Templo construido por el rey Salomón. Una tierra, que sin embargo, guardaba un gran recuerdo, como el pozo de Siquem, del patriarca Jacob, la tumba de José, que él tanto amaba. Hacían de nuevo el camino de su padre Abraham, pasando cerca de los santuarios de Betel y Silo, donde el arca se había encontrado antes de ser transportada al templo en Jerusalén y que ahora era sólo un recuerdo después de que Nabucodonosor se la hubiese llevado como botín de guerra junto con los vasos sagrados.

Al llegar a las afueras de Jerusalén y al ver la ciudad iluminada por el sol y el Templo que la dominaba, toda blanca con sus pináculos de oro, él sentía siempre los latidos de su corazón emocionado y con toda la caravana, cantaba el canto que sabía de memoria: "Alégrate Jerusalén acoge a sus hijos. ¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa de Dios!". Jerusalén aparecía en su magnificencia. Imaginaba, como el profeta Isaías, un número infinito de las caravanas que llegaban de todas partes para llenar las calles y plazas de dones y adorar al Todopoderoso. No conocía otras ciudades, pero para él, Jerusalén era la ciudad más bella del mundo. No importaba si, al pasar la puerta de Benjamín, y dejar a la izquierda, la imponente torre Antonia, construida por Herodes en el lado norte de la explanada del templo, lugar de guardia, poderosa y triste como un ave de presa, se metían dentro de una red de calles estrechas, malolientes y llenas del movimiento de los vendedores de todo tipo y de mucha suciedad. Cuando se acercaban al Templo, el olor de los sacrificios y los animales sacrificados era tal que se hacía insostenible, especialmente cuando el día antes de la Pascua se sacrificaba un número infinito de corderos que a continuación, cada jefe de familia llevaba a casa para la noche de la Pascua. El entusiasmo que llevaba y animaba a los peregrinos hacía que todo pareciese agradable, aunque si el templo reconstruido y ampliado por Herodes (y era una época en la que un edomita, un extranjero había tomado tal iniciativa) no se había terminado y la ciudad parecía un hervidero, con los trabajadores que llevaban las piedras y la madera y trabajaban en la parte exterior del santuario, aumentando así la confusión general, haciendo que el polvo del aire fuese irrespirable y obligando a caminar entre la cal, la arena y la basura. A él y a los demás peregrinos no le importaba, al encontrarse en la Ciudad Santa, la ciudad del Gran Rey, la ciudad de Dios. "Y como la golondrina tiene su nido donde están sus pequeños, así nuestro nido es tu casa, Dios de los ejércitos".

Esta vez eran mayor el entusiasmo y los latidos del corazón. Cumplía doce años y había llegado a la mayoría de edad según la ley, fue presentado en el "Bar Mitzvá"17, la iniciación que un año más tarde, le permitiría, leer la Torá en público, en la sinagoga de su pueblo, llevando la tablith como su padre José y los otros hombres de la aldea. Había empleado varios meses para prepararse con los otros muchachos que permanecerían varios días en la escuela del templo, y luego recitarían de memoria pasajes de la Torá, delante de los maestros de la ley. Estos días habían sido felices y había pasado la prueba y conseguido el resultado bajo la atenta mirada de su padre y su madre esperando con tranquilidad y paciencia en el atrio de las mujeres. Pero luego, cuando llegó la hora de salir y regresar a casa se había quedado para hablar con los doctores de la ley, en el momento en el que la caravana salía de la ciudad. La prueba normal no había sido suficiente porque en el corazón tenía un montón de preguntas: "¿Por qué la ley es tan dura para con los que se equivocaban si se decía en los salmos que Dios era misericordioso? ¿Por qué hay tantos pobres que mendigan en la Puerta Hermosa del Templo y otras puertas, si todos eran miembros del pueblo y en la Toráh estaba escrito que no se debía abandonar a aquellos que sufren de hambre, porque todos habían sido liberados de la esclavitud? ¿Por qué algunos tenían tantas cosas y muchos nada si existía la ley del año sabático y del Jubileo que proclamaba que la tierra pertenecía a Dios y que era necesario perdonar las deudas y liberar a los esclavos?"

En el templo presentó a los doctores de la ley algunas de sus reflexiones sobre la misericordia y el amor de Dios interesando mucho a los hombres barbudos sabios que lo escuchaban y contestado a sus preguntas hasta tal punto que no había notado que el tiempo había pasado y no sólo horas sino que el día se había terminado. Sólo después de dos días de marcha su madre y su padre se habían dado cuenta de su ausencia en la caravana. Después de buscar entre los familiares y amigos se quedaron sin aliento cuando lo vieron bajo el porche de Salomón hablando con los maestros de la ley. Se detuvieron con cierto miedo, al verlo tan joven todavía, permanecer en el círculo de hombres tan sabios como los doctores de la ley y aliviados porque por fin lo habían encontrado. Su madre, entonces, poniéndose seria le había regañado: "¿Por qué has hecho esto? Son dos los días en que te estamos buscando". Su padre, no obstante, no decía nada, pero se le reflejaba en su rostro la duda con la pregunta que a veces le surgía y que había interpretado como: "¿Quién es este niño? ¿Qué será de él?" La respuesta a la pregunta de su madre, le brotó de manera espontánea, "¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" Él no podía entender cómo y de donde le había venido esta respuesta que salía de sus labios pero su corazón le aseguraba que tenía razón, que realmente se sentía llamado a vivir una experiencia totalmente dedicada a Dios, a quien ya llamaba Padre y lo percibía así en todos los aspectos. Su papá y su mamá no sabían qué responder. Una vez más frente al secreto profundo y la atmósfera de misterio encerrados en él que ya se habían manifestado en el mismo momento de su nacimiento, y que, más o menos bien, ahora se confirmaba.

El silencio de la vuelta había mantenido en su mente las preguntas y las impresiones sobre la Ley y sus dudas sobre el Templo. ¿Si el Templo era la casa del Altísimo, la casa de oración, por qué la impresión percibida al ver el mercado en el atrio de los gentiles, entre los vendedores de cabras, ovejas, palomas y otros animales para los sacrificios y muchas otras cosas que no eran necesarias para la oración? ¿Cómo los cambistas considerados por la gente como pecadores, estaban allí para cambiar las monedas de los judíos y prosélitos, que venían de lejos con monedas distintas? ¿Si era la casa del Padre, por qué tantas divisiones y separaciones, y por qué su madre y las mujeres no podían entrar en el atrio, no eran también hijas de Jerusalén, hijas del Altísimo? ¿Por qué los prosélitos, los gentiles, los paganos, los extranjeros tenían el vestíbulo como sitio asignado para ellos, fuera del área real del Templo? ¿No era Herodes también un "gentil" que reconstruyó el templo después de haber sido destruido y reconstruido varias veces? ¿Sus manos de "gentil" podrían valer para edificar el Templo, manos manchadas de sangre como las suyas, de rey? ¿Por qué otras manos puras de "gentiles", llenos de fe y de piedad, llenos de vida de oración, tenían que detenerse tan lejos del atrio, donde se cumplían los sacrificios si éstos se encontraban más cerca del Santo de los Santos? ¿Por qué sólo el Sumo Sacerdote podía cruzar el umbral más allá de la cortina del Santo de los Santos, donde ya no quedaba nada, ni el arca, ni las tablas de la ley, ni unos recuerdos del éxodo? No, Dios no podía encontrarse atrapado así entre las cuatro paredes de la celda estrecha y desnuda del santuario sólo disponible para el Sumo Sacerdote. Dios era para todos y estaba presente en cada lugar, lo sabía y las mismas Escrituras se lo habían enseñado.

No podía encontrar todavía todas las respuestas, pero sentía en su corazón que el Templo que es la casa del Padre, se había transformado en un mercado donde los intereses de los sacerdotes, el poder y el dinero eran más importantes que la verdadera fe de la gente. Ese Templo ya destruido por el rey Nabucodonosor en el pasado y luego reconstruido por los exiliados que regresaban de Babilonia durante el reinado de Ciro, violado y destruido de nuevo por Antíoco Epifanes, quien había introducido dentro la estatua de Zeus, el jefe de los dioses griegos, y ahora reconstruida por Herodes, podía caer de nuevo. Pero el verdadero Templo de Dios, él lo sabía, era un templo de "piedras vivas", los santos y los justos del pasado y del futuro, este Templo nunca debía haber caído y este templo empezaba a sentirse como la piedra, tal vez, la piedra destinada por el Padre como la piedra angular.

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17 El término Bar Mitzvá apareció por primera vez en el Talmud para definir a alguien que está sujeto a los mandamientos. En el Mishnah, los trece años se describen como la edad en la que una persona es obligada a observar los 613 mandamientos de la Torá.

 

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