V L A CREACIÓNCon un entusiasmo indescriptible escuchaba la lectura del pasaje del Génesis que narra la creación del mundo. Se sumergía en la historia del Dios creador que construyó poco a poco el mundo como un artesano. Separó el agua de la tierra, la llenó de flores y frutos, insectos y animales, y finalmente colocó en el centro, al hombre y a la mujer, diseñados a su imagen, con el aliento del espíritu en su interior. Pasaba fácilmente de la lectura a la realidad y se quedaba por la mañana, en la contemplación del amanecer, a salir el sol de la ladera del monte Tabor, extendiendo gradualmente su luz, y dispersando las sombras de la noche, saludado por la algarabía de los gorriones y el canto de los gallos. A menudo, se sentaba en el pasto o a la sombra de un árbol en las colinas cerca de su casa, solo, y vivía el gozo de la creación que se mostraba delante de él, llena de vida, de color y de música, en tonos tan variados, pero de modos armoniosos. Entonces le entraba el deseo de cantar, "Alabado sea el Señor de los cielos, alabadle en las alturas. Alabadle todos sus ángeles, que lo alaben todos sus servidores. Alabadle sol y luna, que lo alaben todas las estrellas brillantes. Alabadle cielos y aguas que están sobre los cielos" repitiendo de memoria el Salmo 148. Al atardecer, se dejaba mecer por el sol que, como una bola roja de fuego se extinguía allí, detrás de las colinas del Monte Carmelo, que ocultaba la visión del Mar Mediterráneo, pintando el cielo de rojo y de anaranjado vivo, y en un instante, se convertía en rosa y azul y luego daba paso a los tonos oscuros de la noche. Entonces salía por la noche, en la puerta, mirando las estrellas innumerables que bordaban de diferentes luces el manto nocturno del cielo o se sumergía cuando estaba la luna, en esa atmósfera diáfana e inmensa creando un mundo surrealista y fantástico. La tierra era "del Señor. Él la fundó sobre los mares, la estableció sobre las corrientes. ¿Quién puede subir al monte del Señor y quién entrará en el lugar santo? Los inocentes de manos y corazón puros". Así había aprendido repitiendo el canto del Salmo 24. Él era el inocente, puro de corazón y podría subir al monte del Señor. Una montaña que no era visible como el Carmelo, el Hermón o el Tabor, ni siquiera el Santo Monte de Sión, sino la montaña que une a todas las montañas de la tierra. Su imaginación volaba en espacios desconocidos más allá del muro y del entorno, más allá de las colinas de Nazaret, más allá de su tierra y entraba en tierras desconocidas, entraba en el fondo del mar, flotaba entre las estrellas del cielo. Entonces, pensaba que formaba parte de este proyecto maravilloso, de estar ahí cuando el dedo de Dios había creado las cosas, pensaba que había tocado y bailado con la creación y seguía jugando y bailando con las estrellas, con el sol, con la luna, como había leído un día en el libro de los Proverbios: "Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo. Entonces yo estaba con él, como arquitecto y era su gozo cada día, gozando delante de él en todo momento". Daba nombre, llamando a cada cosa por su nombre e invitaba a todas las cosas a bendecir al Señor: el cielo y la tierra, agua, fuego, sol y las estrellas, la lluvia y las heladas, el aire y el viento, los animales grandes y pequeños, aves y peces. Todo, todo. Repetía el canto de Daniel: "Bendicid al Señor todas las obras del Señor, el Señor..." Y como un director de coro, estaba dirigiendo todo, y pidiendo que bendijesen al Creador. Parecía que el agua y el pasto, el sol y el viento, las flores y los pájaros le respondían haciéndose eco de su voz, cantando. ¿Estuvo allí o lo había soñado? Una voz que venía de los rincones más remotos de su mente le decía que sí, su realidad más profunda y más real, incluso antes de ser recubierto con la carne de un niño judío, estaba allí como una Palabra pronunciada, como un soplo de vida salido del amor del Padre que había dado vida al milagro de la creación y en la creación, a los seres humanos y, en la historia humana, a la historia de su pueblo y, en la historia de su pueblo, a Él, el Hijo del hombre, el hijo de María, el hijo del carpintero José, y también, aunque todavía no sabía exactamente cómo ni en qué medida, al Hijo de Dios. Cuando volvía a casa al ver el amor con que José estaba trabajando la madera y daba luz a nuevos objetos con sus manos callosas y admiraba la delicadeza de su madre en busca de flores alrededor de su casa, poniendo todo en orden, preparando los piensos de los animales, hilando la lana, podía ver las manos del Creador seguir trabajando a través de sus manos para seguir administrando y haciendo crecer la belleza y el misterio de las cosas. Una sombra como una nube de tormenta repentina oscurecía la alegría de la creación y el éxtasis al sumergirse en el misterio de la vida, en la inmensidad del universo salido de las manos de Dios. Era el signo trágico del sufrimiento y de la muerte que acompañaba a la vida y la destruía al mismo tiempo que la hacía nacer de nuevo. Las flores que por la mañana había admirado sus colores, los lirios del campo como en traje de fiesta, las violetas en el borde de las zanjas, las rosas magníficas de mil tonos, hasta las más sencillas y las más ocultas de las flores, en los verdes campos, eran quemadas por el sol implacable y por la noche, y se mantenían tristes y con la cabeza inclinada. Las frutas en el árbol frondoso, manzanas, higos, granadas, los toronjos, picados, y vaciados de su carne yacían en el suelo con un olor agridulce. Las aves de rapiña se precipitaban sobre los pollitos, bolas frágiles que se habían quedado lejos del nido y no eran capaces de reunirse bajo las alas de la gallina. La serpiente rápida cazaba con avidez ranas, ratones y otros animales. Había un hilo de muerte en la naturaleza que marcaba todo en una ley dura y estricta: los más fuertes destruían a los débiles y la vida de los más débiles estaba al servicio de los más fuertes. Pero se sentía obligado a gritar la vida, la vida más allá de los límites, más allá de la muerte. Sabía, sin embargo, que la creación marcada por el dolor y la muerte, tenía un orden donde no se perdía nada. Todo parecía perdido al invadirlo todo con la fuerza inteligente y bruta del hombre hecho "a imagen y semejanza de Dios". Sin embargo, su Dios, el Padre no era un Dios de muerte y destrucción. Era, por desgracia, el hombre creado por Él, colocado en la cima de la creación, que se había encargado de guardar y organizar la realidad del mundo, sembrando la muerte y la destrucción. Por el deseo de dinero, el deseo de dominación, el orgullo necio que el espíritu del mal le había inyectado en la sangre, destruía vidas, mataba animales no para satisfacer su hambre y la de sus hijos, sino por vanidad y decorar de pieles sus palacios, y acicalarse de pieles, para adornarse con plumas, para encarcelar a los animales en jaulas para decorar sus jardines y usarlas contra otros hombres, y destrozarles en pedazos por diversión o por venganza. El hombre destruía los bosques a fin de extraer la madera valiosa para objetos caros y a menudo inútiles, sólo por vanidad, y sabía las solicitudes, a veces de necios pedidos en el taller de su padre. El hombre quemaba los cultivos, ensuciaba el agua, arrojando sus desechos en todas partes. Le parecía muy triste y horrible, cuando iba en peregrinación a Jerusalén, la visión de esta Gehena (infierno), en donde se quemaban las basuras de la cuidad, de forma continua dejando un mal olor a quemado y en los momentos en que la opresión del mal pesaba en su mente, veía al mundo como a una inmensa Gehena. El mal estaba sembrado de forma continua como cáncer en las realidades de la vida, como la cizaña en un campo de grano, o como las amapolas tan hermosas con su color rojo brillante, pero sofocando las espigas del trigo, que luchaban por crecer. Sus pensamientos y su mirada notaban cada vez más la locura humana. No había gente rica en su tierra, como Herodes, propietario de mansiones y sirvientes, terrenos, bienes y de guardias, y más aún que Herodes, como el emperador de Roma que se había oído que se creía el dueño del mundo cuando en el otro lado de la vida había hombres que no tenían una casa, ni tenían lo suficiente para comer y no pasar hambre. Él había visto tanta gente expulsada de sus hogares y de sus tierras por los soldados. Había visto a otros cubiertos de harapos para tapar su enfermedad y su pobreza, en busca de una hogaza de pan, o de un gesto de caridad. ¿Cómo eran los que estaban alrededor de las puertas del Templo de Jerusalén, a la espera de caridad? ¿Cuántos enfermos habían visto un día en la piscina de Betesda, a la espera de tirarse al agua para curarse, cuando las aguas se movían con la fuerza del viento o de una mano misteriosa? No anhelaba la riqueza y el derroche de los primeros, pero amaba a los otros y les hubiera dado todo lo que tenía para recuperar de nuevo su dignidad de hombres, concediéndoles un puesto entre los demás. Estaba contra el mal, contra toda la maldad y se sentía empujado por una lucha dura y difícil. Pero, ¿cómo empezar y dónde? Se sentía tan pequeño, tan pequeño y se preguntaba por qué su pueblo había recibido todo del Eterno Creador, bendito sea, y no se levantaba al grito de justicia y de verdad. ¿Por qué los sacerdotes del templo y los que conocían la ley y la tradición, no enseñaban a todos, el camino de la vida contra la muerte, el bien contra el mal, el amor contra el odio, la solidaridad contra el egoísmo? En esta danza de preguntas que se movían en su memoria, recordaba como Dios les dio maná en el desierto y todos habían comido allí, quienes tenían más como quién tenía menos, y finalmente se entusiasmaron con la canción que su madre sabía y que cantaba en su corazón: "El Señor iba a derrocar a los poderosos y levantar a los humildes, colmaría a los hambrientos y los ricos se quedarían con las manos vacías". |