Eucaristía y Sacerdocio
El Jueves santo del año 2003 el Papa Juan Pablo II regaló a la Iglesia la Carta Encíclica, Ecclesia de Eucaristía dirigida a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia. “La Iglesia, nos recuerda el Papa al comienzo de la Carta, vive de la Eucaristía”, ésta “encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (n. 1). La epístola del Papa nos rotula dos objetivos específicos a modo de exigencias por los que habrá de transcurrir nuestra ser y quehacer en los próximos años. El primero, centrar la vida en el Señor Jesucristo y para ello poner los medios necesarios, tales como la instrucción en la fe y la participación en la vida de oración y sacramental de la Iglesia para configurarnos con Cristo por la acción del espíritu Santo, principio de la santidad. El segundo, centrar nuestra vida en la Eucaristía. En esta meditación, os invito a contemplar a Jesucristo realmente presente en la Eucaristía y a dar gracias al Señor por el don del Sacramento y de nuestro sacerdocio que la hace posible prolongando en el tiempo la acción de Jesucristo en el Cenáculo (Ibid. n. 7). Siguiendo las orientaciones del Papa os animo a hacer un recorrido sobre tantos momentos y lugares donde hemos tenido la gracia de poder celebrar la Eucaristía desde nuestra ordenación sacerdotal hasta nuestros días (Ibid. n. 8). Recordar a tantas personas que nos acercaron al misterio de nuestra fe, que fueron testigos del amor a Jesús en la Eucaristía, que compartieron con nosotros momentos de plenitud eucarística, serían ya motivo suficiente para nuestra oración. El sacerdocio nace en y para la Eucaristía Por consiguiente, en el momento de meditar y reflexionar sobre el misterio eucarístico desde el prisma de nuestro ser sacerdotal, acerquémonos con ojos de fe, contemplativos, a Jesucristo en el momento supremo de la consagración eucarística, recordando su palabras: “Tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”, “Tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi sangre que será derramada por vosotros” (Mt 26, 26-29) . En una de las primeras cartas dirigidas a los sacerdotes el día del Jueves Santo, Juan Pablo II afirmaba con fuerza que “el sacerdocio nace en la Eucaristía y para la Eucaristía”. Ciertamente es así, pues Jesús instituye los sacramentos de la Eucaristía y del Sacerdocio en un mismo momento y en un mismo acto de aquella Cena. Dirigiéndose a los apóstoles y tomando en sus manos el pan y el cáliz, pronunció sobre ellos aquellas palabras que transformaron su ser: “tomad y comed porque esto es mi Cuerpo; tomad y bebed porque este es el cáliz de mi sangre; haced esto en memoria mía” (Lc 22,15-22). El Sacerdocio quedó estrechamente ligado a la Eucaristía. Ésta necesita del sacerdote para realizarse. Y el sacerdocio no se entiende sin la eucaristía, pues nace con ella y su tarea ministerial es eminentemente eucarística. Nacemos en y para la eucaristía. Como nos dice la Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis “el papel del ministro de la Eucaristía es totalmente insustituible, porque sin el sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico” (n. 48). La presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es una invitación constante al sacerdote a “estar con El”, como acto contemplativo y de amistad, y a acercar a los fieles hasta Él. Cristo está vivo y en constante actitud de inmolación, ofreciéndose perpetuamente al Padre hasta la eternidad. Su sacrificio redentor es prolongado en la Eucaristía por medio del sacerdote. Cristo fue el único corazón humano que obedeció al Padre y con su obediencia y ofrenda permanente marcó desde entonces el ritmo de la historia. La Eucaristía nos vincula íntimamente con Jesús. La vida que se promete a quien recibe la eucaristía, es unión permanente con el portador de la vida. La unión con Jesús tiene como fin único introducir a quien la recibe en el círculo vital de Dios: “El Padre que me ha enviado posee la vida y yo vivo por él. Así también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,56-57). Lo importante no es comer o beber como tal, sino la unión permanente que se realiza con Jesús, la vinculación sacramental que se convierte en unión personal: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,56). Es evidente, que sin esa unión vital con el Señor la vida sacerdotal pierde sentido y comienzan a resquebrajarse todas las “evidencias de la fe”. La Eucaristía está llamada a ser en nuestras vidas el origen y fuente de una unión cada vez más íntima con el Señor. Sin esa intimidad eucarística, todo el ministerio pierde su hondura y el significado que está llamado a tener en nuestra vida personal y en la vida de nuestras comunidades. No ha perdido actualidad la exhortación que San Gregorio Magno dirigía a los sacerdotes y que es manifestación de la caridad de Cristo: “Es necesario que él (sacerdote) sea puro en le pensamiento, ejemplar en el obrar, discreto en su silencio, útil con su palabra; esté cerca de cada uno con su compasión y dedicado más que nadie a la contemplación; sea un aliado humilde de quien hace el bien, pero por su celo por la justicia, sea inflexible contra los vicios de los pecadores; no atenúe el cuidado de la vida interior en las ocupaciones externas, ni deje de proveer a las necesidades externas por la solicitud del bien interior” (La Regla Pastoral, II, 1). La eucaristía hace la Iglesia Eucaristía e Iglesia van también íntimamente unidas. Hay entre ellas una relación dinámica y operante, no estática. No hay Iglesia, sin eucaristía, sin Jesucristo. La eucaristía está en el centro de la Iglesia, es más, la eucaristía hace la Iglesia; es decir, la construye desde dentro de ella; la hace crecer en intensidad, cualitativamente, porque la transforma cada vez más en profundidad e imagen de su Cabeza, Jesucristo. En distintos modos y momentos, la eucaristía hace la Iglesia, es decir, la transforma en Cristo: mediante consagración, comunión, contemplación e imitación. La eucaristía se parece a la levadura (siguiendo el ejemplo de la parábola evangélica). Jesús la ha puesto en la masa de harina, que es su Iglesia, para que la haga fermentar, para que la “levante”, para que haga de ella un “pan”, a semejanza suya. Si la Iglesia es la levadura del mundo, la eucaristía es la levadura de la Iglesia. La eucaristía hace la Iglesia, haciendo de la Iglesia una eucaristía. La eucaristía no es sólo la fuente o causa de la santidad de la Iglesia, sino que es su “forma”, su modelo. La santidad del sacerdote (y de todo cristiano), debe realizarse según la “forma” de la eucaristía: debe ser una santidad eucarística. El sacerdote (y cualquier cristiano) no puede limitarse a celebrar la eucaristía, debe ser eucaristía con Jesús. Partir el pan. Ofrenda de Jesucristo al Padre El primer gesto o signo que realizó Jesús ante de pronunciar las palabras: “Esto es mi cuerpo...; este es el cáliz de mi sangre...”, fue el de “partir el pan”. Para celebrar de verdad la Eucaristía es necesario que también nosotros hagamos previamente y actualicemos comprometidamente en ese instante el mismo gesto: partir el pan. Aquel gesto, ante todo, tenía un significado sacrificial que se consumaba entre Jesús y el Padre. Jesús no solamente se repartía, se desmigajaba, en infinidad de pedazos, sino que se inmolaba como ofrenda agradable al Padre. Su voluntad humana se entregaba por entero al Padre, venciendo toda resistencia. El pan, por tanto, es el propio Jesús que se parte a sí mismo, entregándose como víctima, como Siervo de Yahvé cargado con nuestras culpas. Jesucristo se parte a sí mismo ante Dios, es decir, “obedece hasta la muerte” para reafirmar los derechos de Dios violados por el pecado, para proclamar la soberanía de Dios. Es un hecho humanamente difícil de explicar. Es el acto supremo de amor y de ternura que nunca antes se había realizado o que pueda llegar a realizarse alguna vez en la tierra. Lo que Jesús da a comer a sus discípulos es el pan de su obediencia y de su amor por el Padre. No se puede entender, pues, la celebración “verdadera” de la eucaristía, por parte nuestra como sacerdotes, si antes no hemos actualizado la actitud de ofrenda de nuestra vida al Padre con Jesucristo, de víctima que se ofrece con Jesucristo por la salvación de los hombres, de aceptación de su voluntad en nuestras vidas, sabiéndonos en sus manos, “obedeciendo hasta la muerte”. Consecuente con esta doctrina, San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma a ofrecer sus cuerpos en sacrificio, a presentarse como sacrificio vivo y agradable a Dios, es decir, a hacerse ofrenda eucarística para Dios. “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos (personas) como una víctima viva, santa, agradable a Dios. Tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1). La recomendación estaba basada en la imitación de Jesucristo, pues Él se ofreció a Dios como sacrificio de suave perfume. Cuando Jesucristo, al instituir la Eucaristía, dio a sus apóstoles el mandato: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19) no sólo quería decir hacer exactamente los gestos que yo he hecho, repetid el rito que he realizado; sino que con aquellas palabras quería expresar también lo más importante: hacer la esencia de lo que yo he realizado; es decir, ofreced vuestras personas en ofrenda sacrificial, como habéis visto que yo he hecho. “Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn.13,15). Jesús en la cruz fue todo él obligación, no retuvo voluntariamente nada para sí. No había figura alguna de su cuerpo o sentimiento de su alma que no fuese ofrecida al Padre: todo estaba sobre el altar. Desde esta perspectiva comprendemos que para hacer también nosotros lo que Jesús hizo aquella noche, debemos previamente “partirnos” a nosotros mismos, es decir, deponer todo tipo de resistencia ante Dios, toda rebelión hacia él o hacia los hermanos; debemos someter nuestro orgullo, doblegarnos y decir sí hasta el final; debemos abandonarnos en sus manos. Ser eucaristía como Jesús significa estar totalmente abandonado a la voluntad del Padre. Ofrenda de la Iglesia y del cristiano “Tomad, comed, esto es mi cuerpo entregado por vosotros; tomad, bebed esta es mi sangre derramada por vosotros” (Mt 26,26-29). La Eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor, es decir, el misterio de la vida y de la muerte del Señor. Jesús, en la consagración, nos da su cuerpo y su sangre, se da a sí mismo, toda su persona. Es decir, nos deja, a través del cuerpo, como don, toda su vida, desde el primer instante de la encarnación hasta el último momento, con todo lo que llenó su vida: silencio, palabras, hechos, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones. Con la donación de su sangre Jesús añade el don y acontecimiento de su muerte. Su derramamiento es signo plástico de la muerte. No hay que perder de vista que, como Iglesia, somos miembros de Cristo, formamos parte de su Cuerpo, del Cristo total, Cabeza y cuerpo inseparablemente unidos. En el altar, misteriosamente, al ofrecerse Cristo al Padre, se ofrece también con nosotros. El nos pide que nos ofrezcamos voluntariamente con él, que completemos la ofrenda, que la hagamos perfecta. Será nuestra alegría y nuestro gozo. El seguirá ofreciéndose al Padre mientras haya un solo miembro que se resista a ser ofrecido con él. En el altar, para entendernos, hay dos cuerpos de Cristo: está su cuerpo real (encarnado entre nosotros, resucitado y ascendido al cielo), está su cuerpo místico, que es la Iglesia. En el altar está, pues, verdaderamente presente su cuerpo real bajo las apariencias de pan y vino, y está presente místicamente su cuerpo místico, en virtud de su inseparable unión con la Cabeza. No hay ninguna confusión entre las dos presencias, que son bien distintas, pero tampoco hay división alguna. Nuestra ofrenda, la ofrenda de la Iglesia, no sería nada sin la de Jesús, pues somos criaturas pecadoras. Pero la ofrenda de Jesús, sin la de la Iglesia que es su cuerpo, no sería suficiente (no para la redención pasiva: recibir la salvación; sí lo sería para la redención activa: para procurar la salvación). “Completo en mi carne lo que falta a la tribulación de Cristo” (Col.1,24). ¿Qué ofrecemos al entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre con Jesús en la misa? Con el cuerpo damos todo aquello que constituye la vida en este cuerpo: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto. Con la sangre expresamos también nosotros la ofrenda de nuestra muerte, todo aquello que la prepara y anticipa: pasiones, mortificaciones, humillaciones, fracasos, enfermedades, limitaciones de la edad, todo aquello que nos mortifica. Si nuestra ofrenda ha sido real, necesariamente al terminar la misa tenemos que realizar lo que hemos dicho: ofrecer a los hermanos nuestro cuerpo, nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra atención, nuestro afecto; en palabra, nuestra vida. Es necesario dejarnos comer por los demás y permitir que nos desmigajen aquellos que no lo hacen con la delicadeza y cortesía que esperaríamos, los más pobres y necesitados. Como decía un maestro del espíritu, el P. Olivaint: “Por la mañana, en la misa, yo soy el sacerdote y Jesús es la víctima; durante la jornada, Jesús es el sacerdote y yo soy la víctima”. Del mismo modo que Jesús sigue siendo uno en la fracción del pan, así también una vida gastada por los demás, es unitaria, no es dispersa, y aquello que la hace unitaria es el hecho de ser eucaristía. No podemos separar la eucaristía de la vida, porque la vida, la jornada diaria de un sacerdote debe ser eucaristía, ofrenda, donación, acción de gracias. La existencia del presbítero es eucaristía, es entrega y ofrecimiento. La relación de la eucaristía con la muerte de Jesús, de la que es sacramento, nos urge a entender y vivir nuestra propia existencia como vida entregada, como ofrecimiento de nuestra propia persona “para la vida del mundo”. Por eso no es extraño que la Eucaristía se presente como raíz de la caridad pastoral: “para el sacerdote, el lugar verdaderamente central tanto de su misterio como de su vida espiritual, es la Eucaristía, porque en ella se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo, que mediante su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, de la vida a los hombres. Así son los sacerdotes invitados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas, en unión con El mismo” (PDV 26). La existencia sacerdotal, que se forja en la vivencia eucarística, llega a no conocer límites en la entrega: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Gracias a la eucaristía, ya no existen vidas inútiles en el mundo. Cuando ya no podemos seguir el ejercicio de nuestro ministerio con la intensidad primera, ni hacer aquello que queremos, porque no somos dueños de nosotros mismos, es cuando podemos estar más cerca de Cristo. En el anonadamiento, en la aparente inutilidad humana, todo se hace don, y un don más perfecto y purificado. Para Dios y su plan de salvación en Jesucristo, por obra del Espíritu, todos somos importantes y útiles. Estamos en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio vivo, una eucaristía con Jesús. Y, ser eucaristía como Jesús significa, como hemos dicho antes, donación, entrega amorosa, estar totalmente abandonado a la voluntad del Padre. “Una sola Misa glorifica más a Dios que el martirio de todos los hombres, unido a las alabanzas de todos los ángeles y santos. Que los hermanos sacerdotes que, como María y José, tienen a Jesús todos los días entre sus manos, que como santa María Magdalena tienen la mejor parte y pueden sin cesar mantenerse a los pies de Jesús, sean la “sal de la tierra”; que hagan brillar sus buenas obras ante los hombres, para que estos glorifiquen a Dios; que mueran a todo lo que no es Jesús, puesto que “el grano de trigo que no muere queda solo, pero el que muere trae mucho fruto”; recuerden que se hace bien a los otros en la medida del (bien) que hay en uno, del espíritu interior y de la virtud; el agua fluye por los canales en la medida de su abundancia en el depósito” (Carlos de Foucauld, Obras espirituales, 192).
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