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La Adoración Eucarística

Una reflexión anónima esperaba en nuestros archivos ver la luz de su publicación. El autor del artículo que presentamos quiere aportar elementos de motivación y contenido teológico para todos aquellos que con fe nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento.

Esta reflexión querría aportar algo así como unos elementos de motivación y contenido teológico a estas ocasiones en las que un cristiano, entrando en una iglesia, se arrodilla durante unos minutos, unas horas, ante el Santísimo Sacramento. Pienso en estas personas, especialmente que tienen como parte integrante de su compromiso personal, pasar un rato prolongado, todos los días, ante la Eucaristía.

1. La primera palabra que organiza esta reflexión es la misma que define la celebración eucarística: memorial.

La reserva eucarística es el testimonio permanente de que se ha celebrado el memorial del Señor. El solemne rito de la reserva del Santísimo Sacramento después de la misa del Jueves Santo es el gesto expresivo que todos los años hace la Iglesia para destacar esta gran realidad: acabamos de celebrar el memorial del Señor, y reservamos para el día siguiente una segunda participación en la misma celebración. Esta permanencia urge a la adoración.

Las orientaciones del Ritual para el culto eucarístico siguen exactamente en la misma línea, hacen notar la conveniencia de que la custodia y el copón sean colocados encima del altar, siempre que sea posible, de suerte que sea visible la relación entre la Eucaristía que se adora y la celebración que se ha realizado.

La presencia sacramental y permanente del Señor en la reserva eucarística objeto y motivación de la adoración es la consecuencia del memorial, su fruto. “Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el sacramento, recuerden que esta presencia proviene del sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental y espiritual” (Ritual n. 80).

El pan eucarístico se nos presenta ante nosotros como el testimonio de este hecho realizado una vez por siempre por el Padre “es mi Padre Él que os da verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6, 32-33) y, a la vez, del cumplimiento de la promesa del mismo Jesús: "El pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,51).

Cuando el pan eucarístico está sobre el altar, expuesto a la adoración de los fieles, es testimonio de que, una vez más, la Iglesia reunida ha anunciado la muerte del Señor en la acción de gracias. En esta presencia sacramental permanente hay como un eco de la acción de la Iglesia.

La piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual y a responder con agradecimiento al don de aquel que por medio de su humanidad infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo (Ritual n. 80).

Junto a esta reacción más teológica, la adoración del Santísimo produce también en los fieles unas reacciones antropológicas. ¿Quién no tiene una experiencia personal intensa,  por ejemplo, de la sobremesa de la cena o de la comida de Navidad, del recuerdo que le evoca, de la ilusión con la que espera celebrarla de nuevo? Pienso que la adoración eucarística tiene algo de todo esto. En aquellas referencias eucarísticas que encuadraban la oración de algunos santos “dar gracias de la Eucaristía recibida, prepararse para recibirla” hay una intuición profunda de lo que es la oración cristiana, que encuentra precisamente en la intercesión de Cristo ante el Padre, sacramentalizada en la Eucaristía, su punto de partida y el fundamento de su existencia.

2. La segunda palabra-eje de la adoración eucarística es que mientras la Eucaristía se conserva es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Pues día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad.

La Teología actual habla de esta presencia de Cristo como una “presencia ofrecida”. “El cuerpo y la sangre sacramental del Señor están presentes como una oferta al creyente esperando su acogida. Cuando esta ofrenda es acogida con fe tiene lugar un encuentro vivificante. Por la fe, la presencia de Cristo -que no depende de la fe del individuo para que sea la real auto-oblación del Señor a su Iglesia- ya no es sólo una presencia para el creyente, sino también una presencia con él” (Documento anglicano-católico n. 8).

Adorar esta presencia ofrecida tiene que suscitar necesariamente una multitud de reacciones espirituales, específicamente propias. No es lo mismo, para el hombre, pensar en una persona por simple ejercicio mental o hacerlo ante un recuerdo personal suyo. Nótese bien que estamos ante un ejemplo a mucha distancia del hecho eucarístico, pero quizá analógicamente válido. La originalidad de la oración ante la Eucaristía es precisamente este punto de referencia de la presencia sacramental que, por decirlo de alguna manera, “focaliza” y “motiva” nuestra oración.

Desde esta perspectiva, la adoración eucarística se convierte en oración de intensa relación personal con el  Señor, de acogida de su acción transformante por el Espíritu, de aprendizaje -podríamos decir- de “vivir en Él”, de intimidad, incluso, en el sentido más estricto de la palabra.

El Señor a quien adoramos es el que nos habla en su Palabra, el que nos alimenta con su Cuerpo, el que nos conduce por su Espíritu. “Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón por sí mismos y por todos los suyos; ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad” (Ritual n. 80).

El Ritual destaca que este “trato íntimo” debe quedar absolutamente alejado de cualquier interpretación alienante. Para ello insiste en los frutos de vida cristiana que hay que esperar de la adoración eucaristía: “Acuérdense, finalmente, de renovar la alianza que les impulsa a mantener en sus costumbres y en su vida lo que han recibido en la celebración eucarística por la fe y el sacramento...” (Ritual n. 81).

La experiencia de la oración ante el Santísimo Sacramento ha sido, y es todavía, indudablemente, para muchos cristianos una experiencia privilegiada de la comunión profunda con el espíritu de Cristo.

3. Hay una tercera palabra definitoria del sentido de la adoración eucarística: es la antigua aclamación Maranatha.

¡El Señor está ahí, el Señor viene, ven Señor...! La presencia sacramental de Cristo, ofrecida sobre el altar, es una presencia que viene del futuro de Dios. Bajo las apariencias del pan y del cáliz está aquel mismo que está sentado a la mesa Trinitaria, a la diestra del Padre. Más aún: este pan y este cáliz están ahí como testimonios del cielo nuevo y de la tierra nueva, ya que lo que ha sucedido en ellos es precisamente fruto de esta fuerza escatológica del Señor que “puede someter a sí todas las cosas” (Fil 3,21). La expresión del P. Durwell, particularmente feliz: “La Eucaristía es la vitrina de la escatología”.

Esta afirmación fundamental induce una serie de elementos de contemplación ante la Eucaristía. Una de ellas es la resonancia de la invitación escatológica. “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3, 20). La presencia del Señor entre nosotros no puede ser más que en la perspectiva “del don de la gloria futura”, ya que Él mismo es precisamente esto para toda la humanidad. Los Padres de la Iglesia primitiva insistían mucho en esta relación entre la Eucaristía y la resurrección de los muertos. Posteriormente se ha destacado con más entusiasmo el carácter de Emmanuel. La presencia de Jesucristo en la Eucaristía ha sido considerada como algo normal: Él está entre nosotros, le adoramos, le paseamos por las calles... Jesucristo parece como un ciudadano ilustre. Está bien esto, pero sin olvidar que se trata del Señor de la gloria y que sólo en el encuentro definitivo de la muerte quedará desvelado este misterio de comunión que se realiza desde ahora.

He aquí cómo, a través de esta dimensión escatológica de la adoración eucarística, reencontramos la motivación fundamental de la misma reserva: para el Viático, para que los enfermos puedan comulgar... Este pan de vida que está encima del altar, así como procede del banquete que ha reunido a los fieles en la pregustación del banquete celestial, continúa ofrecido como alimento del tránsito: es un viático sobre todo. “Quien come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,58). La prenda del futuro absoluto está ahí: es la presencia del Señor de la gloria que “aparece” en la Eucaristía.

La adoración eucarística no tiene por qué ser limitada a causa de la participación; la misma participación debe incluir la adoración, así como la adoración dará profundidad espiritual a la participación. El hecho de que los fieles se reúnan en torno de la mesa del Señor para acoger su presencia, escuchar su Palabra y responder a ella, unirse gozosos en la acción de gracias, ofrecer el sacrificio vivo y santo y comulgar en la mesa eclesial, no tiene por qué impedir que esos mismos fieles se acerquen en silencio o en plegaria común a esta misma mesa para continuar, en la contemplación y en la acción de gracias, aquel gesto de adoración que han iniciado durante la celebración realizada, ante el sacramento permanente de la presencia ofrecida del Emmanuel y Señor de la Gloria.

 

 

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