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VIRTUOSISMO VERSUS PESIMISMO

María del Carmen Picón Salvador

 

Recuerdo el impacto que me produjo en su día la lectura de las obras del teólogo moralista P. Häring. De aquellas lecturas quedó impreso en mi memoria un párrafo donde el autor describía los terribles efectos del pesimismo cuando penetra en el corazón del creyente y en la Iglesia. El anciano profesor se servía de una parábola para describir este mal. En un gran congreso -escribía- el demonio supremo habla así a todos sus muy amados e igualmente odiados diablos para conseguir la transformación de la Iglesia en un sacramento de pesimismo. Aprended la psicología moderna: ansiedad, angustia, tristeza, es ahora la consigna. Insistid piadosamente en la observancia de todos los mandamientos, salvo los del amor y la misericordia. No toleréis el sentido del humor, porque está vinculado a la humildad y podría resultar fatal. Colocad todos los días en el despacho del Papa una larga relación de acontecimientos sombríos que sirvan de base a su información; haced lo mismo con los obispos, sacerdotes y profesores. Sed intrépidos al combinar los diversos ingredientes piadosos, siempre que incluyáis el elemento básico y potentísimo del maloliente pesimismo (Rebosad en la esperanza, 15-21). En verdad, chequeando la situación del mundo actual, observamos que sobran ansiedades, angustias y tristezas y falta mucha esperanza.

El escritor castellano Miguel Delibes, desde otra óptica más secular, describe los efectos del pesimismo. Los que padecen este mal están sumergidos en las aguas tormentosas del sinvivir llegando a distorsionar la realidad confundiéndola con sus propias sombras de tal manera que “el pesimismo sólo nos deja ver las espinas en los rosales, la muerte en el hombre, la carne en el amor. Alimentados de pesimismo no vivimos la vida, la sufrimos. Todo lo malo de la vida se agiganta para el pesimista y además lo bueno se hace malo precisamente porque de todo escoge su fachada negativa. El alternarse lo bueno y lo malo no basta para enfangarnos en el pesimismo” (La sombra del ciprés es alargada).

            Hoy, sin duda, un motivo de pesimismo para los creyentes es la pregunta sobre Dios en medio de la vorágine de la sociedad secular que en su lucha por la emancipación y autonomía cae en la tentación de olvidar toda referencia explícita a lo trascendente. Ante el estado de cosas, por otra parte conocidas por todos, el creyente una vez más tiene que hacer el esfuerzo de mirar la vida como la ve el mismo Dios y descubrir los signos de su presencia procurando escuchar las necesidades del hombre moderno que a manera de gritos nos interpelan.

Sólo el que sabe escuchar podrá escrutar los signos de los tiempos. Pongo un ejemplo. Hace unos días el director de orquesta Arturo Tamayo, en mitad de la interpretación de una pieza escogida de Bartók,, ante el asombro del abarrotado público del auditorio en el que me hallaba, interrumpió inesperadamente el concierto y dirigiéndose a los espectadores comentó que un ruido extraño le estaba distrayendo en la dirección y distraía a los músicos. Durante unos diez minutos el director desapareció de la sala y fue personalmente en busca del inoportuno ruido. Resuelto el asunto el concierto continuó con la genialidad propia de la gran orquesta filarmónica de Luxemburgo. En el descanso pudimos saciar nuestra curiosidad cuando nos informaron que el ruido, imperceptible para el común de los presentes, procedía de un camión frigorífico aparcado fuera del recinto del auditorio.

La consecuencia es clara. Aunque el momento presente ciertamente es difícil y complejo los creyentes no hemos de caer en la tentación del pesimismo ni la desesperanza. Al contrario, el pesimismo se vence con la práctica de la virtud y el compromiso solidario en la construcción sinfónica de un mundo nuevo.

 

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