MARÍA DE NAZARET: SACRAMENTO DE ENCUENTRO
Introducción ¿Cómo hablar de Maria con la suficiente ternura, con la necesaria verdad? ¿Cómo explicar su sencillez sin retóricas y su hondura sin palabrerías? ¿Cómo decirlo todo de ella sin inventar nada, si lo único que realmente conocemos con certeza de ella por los evangelios no va más allá de doce o catorce líneas? María, mujer cotidiana Acercarse a la biografía de María de Nazaret se hace difícil principalmente por la escasa referencia que de ella encontramos en los evangelios pero, sin duda, de esos pasajes, contados, pero a la vez ricos en contenido, podríamos deducir, sin temor a equivocarnos, la grandeza de una mujer de a pie a quien no todo le vino resuelto por el hecho de haber sido elegida por Dios para que diera acogida en su seno a Jesús. No tuvo que ser nada fácil abrirse al proyecto de Yavé en sus años adolescentes. El "hágase" pronunciado al ángel no es una respuesta idealista propia de sus años, sino una respuesta consciente que se traduce en coherencia a los pocos días en su actitud de servicio con Isabel. San Juan relata otra escena en la que este compromiso con la construcción del reino se hace patente en un gesto humano y sencillo. María muestra su sensibilidad femenina ante el apuro de los novios de Cana, "no tienen vino". ¡Qué propio de una mujer intuir que algo no va bien en los rostros preocupados de los anfitriones! María es extraordinaria y a la vez un testimonio cuya proyección resulta para el cristiano un modelo de configuración por su forma de aterrizar en lo habitual y diario. Es extraordinaria en su disponibilidad y fe absolutas. Su "Si" firme y confiado a la voluntad de Dios nos hacen percibir que Ella era una criatura especial, diferente, pensando incluso que pudiera estar hecha de otra pasta distinta a la nuestra. Sin embargo, María es plenamente humana, plenamente mujer, plenamente cotidiana. Es en esta cotidianidad de María donde se va forjando la fuerza interior para radicalizar la opción por Dios en Nazaret, Belén, Caná, Getsemani o Jerusalén. María vive intensamente cada momento, haciendo de ese momento un instante y un lugar privilegiado de encuentro con Dios. Es la fidelidad en los pasos pequeños y constantes del andar cotidiano lo que cristaliza en un "Si" absoluto en las situaciones que exigen una contundencia valiente y generosa. Como diría Leonardo Boff: "(...) Ella es una humilde, pobre y anónima aldeana, pero en Ella también se encuentro el punto de convergencia de los impulses vitales femeninos (...) como madre, esposa, hermana y amiga" Todas estas dimensiones incuestionablemente femeninas y cotidianas constituyen el marco perfecto para que María, sin dejar de ser una mujer normal, sea una colaboradora excepcional y directa con el plan salvífico de Dios. En efecto, ella asume constantemente los acontecimientos del día a día como su historia de salvación personal, en la que lo ordinario y lo extraordinario, lo sencillo y lo complicado, lo grande y lo pequeño, adquiere un sentido decidido de entrega y de comunión con el ser humano y con lo divino. María vive como nadie al servicio del proyecto de Dios porque es capaz de transformar la rutina en oportunidad para hacer presente el reino, porque abraza ilusionada el don de la vida para dar, y porque, aun habiendo sido elegida por Dios, no introduce su vida en un paréntesis al margen del resto de la humanidad, sino que sigue siendo una mujer de a pie, una mujer cotidiana. Casi no vemos rasgo alguno extraordinario en el exterior de la Virgen. No es, al menos, eso lo que la Escritura subraya. Su vida es presentada como algo muy sencilla y común en lo exterior. Ella hace y sufre lo que hacen y sufren las personas de su condición -mujer judía, con todo lo que eso conlleva en aquella época-. Visita a su prima Isabel, como lo hacen los demás parientes. María va a inscribirse a Belén, como una más. Su pobreza la obliga a retirarse a un establo. Vuelve a Nazaret, de donde la alejará la persecución de Herodes; y vive con Jesús y José, que trabajan para ganarse el pan cotidiano. La aventura de fe de María No son pocos los cristianos que quedan sorprendidos, si es que no defraudados, cuando se percatan de la escasa atención que presta a María la Palabra de Dios. Pasan por alto dos hechos, que –más que explicar tal desinterés- ayudan a centrar la devoción por la madre de Jesús en el corazón mismo del evangelio. No puede ser casual que hayan sido los evangelios los únicos libros del NT que nos recuerdan a María y su aventura de fe. No podía haber quedado la evocación canónica de María mejor colocada; allí donde los primeros testigos recogieron cuanto sabían sobre “todos las cosas que Jesús desde un principio hizo y enseñó” (Hch 1,1). En esta historia no podía faltar María. La memoria apostólica de Jesús ha rescatado - ¡y para siempre! - del olvido a María. Por sobria que se nos antoje su presencia en la tradición apostólica o poco relevante el papel que allí se le asigna, el hecho es que ello mismo obliga a mantener cercano al Cristo del evangelio a quienes deseen acercarse a la virgen de Nazaret. Lo que significa que para ser, en verdad, mariano, el creyente ha de ser más evangélico. No es fruto del azar, tampoco. el que hayan sido Lucas y Juan los dos evangelistas mas recientes, los más próximos a nosotros - es un decir - y mas alejados de los hechos que narran, quienes nos han transmitido, más que un retrato de su persona, un esbozo de su aventura de fe. Cuanto mas débil se estaba haciendo la memoria apostólica, más nítida aparece en ella la figura de María; cuanto mas probada la fidelidad de las comunidades cristianas, mas modélica la peregrinación creyente de María (Lucas) y más eficaz su acompañamiento en la vida de fe de los discípulos de su Hijo (Juan). Las primeras generaciones cristianas que descubrieron a María como creyente ejemplar y madre de discípulos fieles, vivían acosadas en su fe y tentados por el aparente abandono de su Señor. Su devoción por María no fue pasatiempo inútil ni juego de sentimientos; fue, y debería seguir siéndolo hoy, ocupación para tiempos difíciles. La visitación: sacramento del encuentro María de Nazaret, ante el privilegio de haber sido elegida para ser la madre de Dios encarnado, del Mesías, no se queda extasiada o fuera de sí por la alegría. No permanece pasiva, encerrada en su mundo de jovencita embarazada que necesita atención, cuidados, y mimos. No se lanza a publicar su privilegio y alegría. María sale de su mundo, de sí misma y viaja “a toda prisa a la montaña, a la provincia de Judea” (Lc 1,39), Lo que realmente empujó a María a visitar a Isabel fue la caridad, una caridad hecha de pequeños detalles que implican cercanía, el calor de la presencia, el toque y el afecto (estar-con); compartir las alegrías y las emociones, las esperanzas y las ilusiones, hacerlas suyas, sin envidiar (alegrarse con); poner en común los toques de Dios en sus vidas, el experimentar el amor de Dios y constatar que eso es lo que mas les une, el orar en sintonía (creer-con); ofrecer y aceptar los servicios que mutuamente se quieren prestar, cosas sencillas, quizá, pero hechas con mucha generosidad (El servir a). Es, en definitiva, el apostolado de la bondad. María va con prisa, porque la caridad le urge. El ritmo, como siempre debe ocurrir para no herir, lo ha de poner el que necesita, no el que da. En cuanto a la dirección se acierta cuando se corre hacia el Sur, hacia los de abajo. [Extractó: Maica Picón] |