Editorial

Dios es nuestra Paz

Siguiendo la línea editorial del Boletín dedicamos este número a uno de los muchos retiros celebrados el pasado verano de 2005 a la luz y cobijo del carisma foucaldiano.  

Ofrecemos a los suscriptores y amigos el retiro que predicó en Cercedilla, pueblo enclavado en la sierra madrileña de Navacerrada, el P. José Vidal Taléns a la Fraternidad Secular Carlos de Foucauld el pasado agosto del año anteriormente citado.

El P. José Vidal Taléns es valenciano nacido en Carcaixet en 1949. Cursó los estudios humanísticos y teológicos en el Seminario Metropolitano de Valencia obteniendo la Licenciatura en Teología en la Facultad de Teología de san Vicente Ferrer de Valencia y el doctorado en Teología dogmática en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma donde trabajó sobre la cristología del otrora cardenal Walter Kasper, la Escuela de Tubinga y la Filosofía de la Revelación del último Schelling. Ordenado sacerdote en 1975 ha desempeñado, entre otros, los siguientes cargos pastorales: Coadjutor de la Parroquia de san Antonio Abad de Canals, Párroco de san Francisco de Borja de Gandía, Coadjutor de la parroquial de san Antonio Mártir de la Font d´en Carrós, Párroco de la Asunción y santa Bárbara de Massarrojos, profesor de la Facultad de Teología de san Vicente Ferrer y de la Escuela diocesana de Pastoral.

En cinco profundas y hermosas conferencias, precedidas de una pequeña introducción, el P. Vidal nos invita a meditar sobre las fuentes evangélicas de la noviolencia y a  “resistir a solas con sólo Dios” interrogándonos sobre cuestiones tales como ¿Podemos vivir las guerras y las paces humanas desde el horizonte abierto por la resurrección de Jesús? ¿Podemos hablar con paz sobre los temas sangrantes de nuestros días que nos superan a todos y de los que nuestra visión no es la única y completa? ¿Cómo colaborar a construir una cultura de la paz basada en la “no violencia”, el diálogo y el redescubrimiento de la filiación divina?

La paz es un don de Dios y, al tiempo, es una tarea en la que hemos de empeñarnos con valiente resolución y paciencia (arte de la paz). En efecto la paz no es mera ausencia de guerra sino un fruto maduro del amor que sobrepasa toda justicia (cf. GS 78) estando sujeta a muchas dificultades como nos recuerda san Jerónimo en la carta a Teófilo: “Pero, ¿qué le vamos a hacer si sólo está en nuestra mano la voluntad de la paz, pero no su logro? (…) El apóstol sabía que la paz de todo punto cabal estriba en la voluntad de ambas partes, y por ello decía: «en cuanto de vosotros dependa, tened paz con todos los hombres» (Rom 12,18) Y el profeta: «¡Paz! ¡Paz! ¿Y dónde está la paz? » (Jer. 6,14) No es tamaña hazaña reclamar la paz a gritos y luego destruirla con las obras (…) Sólo donde hay caridad puede hablarse de paz” (Carta 85)

¿Qué camino hemos de recorrer para construir la paz? La respuesta la encontramos en Jesús. La noviolencia de Jesús en el amor al enemigo y la disponibilidad para dar la vida libremente. La cruz, signo de contradicción y lugar de tormento, se convierte en lugar de encuentro y regazo de paz. La eficacia de la cruz radica en el reconocimiento de  que cuando un hombre vence a otro por la violencia previamente ha sido vencido por ella y, en consecuencia, su aparente victoria es un fragante fracaso. Es verdad cierta que quien vence por la violencia, antes ha sido vencido por el odio. La noviolencia evangélica consiste en dejarse vencer por el amor: “nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,12-13). También en no dejarnos vencer por el mal sino antes bien hemos de vencer el mal a fuerza de bien (cf. Rom 12, 14-21).

Leyendo estas páginas me ha venido insistentemente a la memoria una frase que escuché al teólogo chileno Ronaldo Muñoz, sacerdote que trabaja pastoralmente en los barrios pobres de Santiago, que me parecieron en aquel momento gritos y que aún hoy, lejana la asamblea internacional de la fraternidad sacerdotal, han quedado como un eco en mi mente y como un interrogante en mi corazón. Nos interpelaba el teólogo de esta manera: “Dime como vives y te diré en qué Dios crees”. ¡Qué verdad más evidente! No basta con pedir paz sino que hay que hemos de ser constructores de la paz, hemos de manos a la obra para construirla. El P. Vidal, al final de su retiro, nos señala las dificultades que encuentra nuestro mundo de confort y desarrollismo al socaire de la economía liberal para construir un mundo en paz y unas personas pacíficas y pacificadoras. “El Occidente ilustrado, -escribe- rechazando imágenes de Dios indignas del ser humano, no debe dejar de examinar las posibilidades de que Dios y su verdad sean dignas del hombre y, en cuyo caso, serían también su mayor y mejor esperanza. Parece difícil que entremos en un auténtico “diálogo de civilizaciones” que pueda significar una paz a largo plazo, si de entrada decimos “no me hablen de Dios”. El Occidente del s. XIX y del XX pensó que sin Dios, con “la caída de los dioses”, nacería mejor la fraternidad universal. Le nacieron, en cambio, otros dioses y no desaparecieron los antiguos. La hipótesis no se ha verificado ni tiene visos de poderse verificar. Quizá haya que cambiar de hipótesis y reanudar una búsqueda sincera de Dios”. He aquí la piedra miliar. Un hombre, una cultura, sin Dios está abocada a morir de inanición en la estepa de la inmanencia con la consiguiente pérdida de sentido y vacío existencial.  

La vida de Carlos de Foucauld fue toda una respuesta a los múltiples problemas de violencia de su tiempo. Él quiso ser un hombre de paz. Para ello busco hasta el día mismo de su muerte queriendo “habituar a todos los habitantes. Cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a que me consideren como su hermano universal. Ellos, dirá, comienzan a llamar a la casa khaoua –la fraternidad- y eso me es grato” (Carta de 7 enero 1902). El grito de los pobres le llevará a procurar su defensa llegando incluso a denunciar ante quien fuera menester la lacra de la esclavitud a la que consideraba “la mayor plaga del país”. Carlos de Foucauld busco la paz y corrió tras ella en una vida trashumante y, en todo momento, desde su conversión al final trágico de su vida, presto sus ojos al mismo Dios para mirar a sus semejantes con la misma ternura que el Padre y, de este modo, descubrió el sufrimiento de los hombres y los hizo suyos compartiendo su vida y abandonándose por entero en las manos de Dios.

Invito a los lectores a sumergirse en una apasionada búsqueda de la paz leyendo estas páginas y, si fuere posible, comentando con otros los interrogantes que a buen seguro irán surgiendo con la meditación de cada capítulo. Asimismo, en fidelidad con la pretensión del autor y el contexto en que estas páginas fueron leídas, te aconsejo emplees el texto impreso como espléndidas meditaciones en ratos de silencio y soledad ante el “bienamado y Señor Jesús”.

 

Manuel Pozo Oller,

Director

 

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