Editorial

Queridos amigos:

Después de un tiempo, demasiado largo, de silencio, volvemos a entrar en contacto con este número. Tenemos que pedir perdón, una vez más, por el retraso. Circunstancias personales y de salud han hecho imposible la publicación de este número a su debido tiempo. Lo sentimos.

En este número hemos intentado, de alguna manera, apuntar a aquello tan querido del Hermano Carlos: «Volver al evangelio». Y volver al evangelio como la roca en la que queremos construir la pequeña choza que somos en la vida de la Iglesia, y a través de ella a la propuesta de ese evangelio, Buena noticia, al mundo de hoy.

Un mundo que va cambiando cada día, y en el que las más queridas y venerables tradiciones de las todas las religiones, incluida la cristiana, se ven confrontadas en ocasiones, arrinconadas en otras, olvidadas en muchas. Un mundo donde la transmisión de las convicciones que han dado sentido y estructurado nuestras vidas personales y colectivas, se ven erosionadas desde muchas y variadísimas situaciones y circunstancias. Esta erosión, insistente y agotadora, va minando la posibilidad de esa transmisión de las convicciones, y de la fe misma- Las instancias tradicionales de transmisión cultural, familia, escuela, parroquia, grupos de cristianos, ven disminuir la eficacia de esta transmisión, y se encuentran que en sus propios círculos la transmisión de las convicciones y de la fe no se realizan en la medida de lo esperado, ni mucho menos. La erosión de esa cultura de transmisión incide incluso en nuestras vidas, de manera que en no pocas ocasiones, nos va invadiendo una sensación de pesimismo sobre la posibilidad misma de transmitir lo que ha constituido el eje de nuestras vidas. ¡Y cuántas veces ocurre que lo que no se transmite como agua fresca y vivificante, acaba convirtiéndose en agua estancada, incapaz de fecundar no sólo la tierra de los otros, sino la propia!

Por ello hemos querido volver a las convicciones profundas de nuestra fe, especialmente, a lo que constituye su núcleo en el Evangelio de San Juan. También a las nuevas posibilidades de inculturación de esa misma fe, en los nuevos moldes culturales, y a su vez, contemplar nuestro propio pozo, —la herencia de René Voillaume y Hcrmanita Madeleine—, vista desde los ojos de alguien que no pertenece a nuestras Familias. Seguir una corriente de esa agua vivificadora, en la expresión de una de nuestras familias, crónica de su asamblea general,

Y participar del ritmo de la vida de nuestra Iglesia de Roma, iglesia a la que pertenecemos y formamos. 

Esperamos que el número aporte algún ánimo y alegría a nuestras convicciones de fe y a la vivencia esperanzada de nuestro carisma.

 

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