Logotipo de la Familia Carlos de Foucauld

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La “praütes”

Como pan que se parte. Piet Van Breemen, Sal Terrae, 1992

 

 

 

«Una única palabra caracteriza al Jesús de los evangelios y expresa su actitud esencial ante la vida: 'praütes'. Esta palabra sólo puede traducirse a otros idiomas de manera muy imprecisa» l. Cuando una palabra es característica de Jesús, merece la pena un examen más profundo. Cuando no hay un equivalente exacto de la palabra en nuestra propia lengua, la investigación de su significado exacto es más apremiante, porque, después de todo, «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» (Wittgenstein). En todas las referencias bíblicas que apa­recen en este capítulo, el sustantivo «praütes» o el ad­jetivo «praüs» aparecen en el texto griego. Dichas re­ferencias, junto con las explicaciones que ellas ofrecen, pueden hacemos comprender el auténtico significado de la palabra en el Nuevo Testamento, y así ayudamos a conocer mejor a Cristo.

Para captar el significado de «praütes», vamos pri­mero a observar las ocho bienaventuranzas no por se­ parado, sino como ocho afirmaciones integradas, como un intento de dibujar un autorretrato de Cristo en ocho trazos. Cada línea trata de expresar la misma actitud desde un ángulo distinto, y todas juntas reflejan la men­talidad y el estilo de vida de Jesús y de cualquiera que crea en él. La palabra «praütes» podría servir como resumen de las ocho bienaventuranzas. Y lo mismo se puede decir de los frutos del Espíritu que Pablo enumera en Ga 5,22: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». Tampoco éstas son nueve cualidades ais­ladas, sino nueve expresiones del mismo Espíritu que, cuando se combinan, retratan a un cierto tipo de hombre, la imagen auténtica de un cristiano. De nuevo, la palabra «praütes» se presenta como una sinopsis de todas ellas.

Puesto que no existe ninguna palabra que nos trans­criba «praütes» con exactitud, hay diversas traduccio­nes. A veces los traductores utilizarán las palabras man­sedumbre, amabilidad o dulzura. También usan la pa­labra paz. Otras traducciones son: humildad, discreción, modestia, sumisión, calma o recogimiento. En el griego clásico, «praütes» es una palabra que lleva implícita una caricia. La mejor traducción bien podría ser «con un corazón apacible», lo que sugiere ausencia de agitación. La «praütes» describe a la persona que irradia serenidad.

Se trata de algo externo -que puede ser detectado en el propio comportamiento-, pero su fuente está en el corazón. Es un ideal a conseguir en la medida en que las energías del corazón estén en armonía con dicho ideal: «Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena (praüs): esto es precioso ante Dios» (1 P 3,3-4). San Pablo usa frecuentemente la expresión «vestirse de Cristo», lo que equivale a «praütes».

El relato del Domingo de Ramos en el evangelio de Mateo (21,5) escenifica, por así decirlo, la «praütes», pero necesitamos algunos antecedentes para saborear esta escena como expresión de la misma. Los romanos gobernaban el mundo de su tiempo y sabían que debían mantener al pueblo contento con pan y circo. Por ello, con mucha frecuencia patrocinaban unos juegos gratui­tos para todos los habitantes de la ciudad. Un acontecimiento que solían usar como pretexto para dichos juegos era la derrota de una potencia extranjera. Al general que había estado al mando de la expedición se le daba un impresionante recibimiento a su regreso a Roma. Durante varios días, toda la ciudad participaba en la celebración. Ahora bien, supongamos que un soldado romano hubiera sido testigo de tal manifestación. Habría visto toda la riqueza y el lujo del Imperio Romano otorgados a ese hombre como si fuera un dios. Supongamos también que da la casualidad de que el mismo soldado está en Jerusalén y ve a un hombre bajando del Monte de los Olivos montado sobre un asno, mientras la gente grita y agita en sus manos ramas de los árboles. Nosotros sabemos instintivamente qué es la «praütes» en contraste con el boato romano. Este hombre es humilde y sencillo. Es un hombre con un corazón sereno. Eso es lo que tenemos que aprender, a ello hemos de acostumbramos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Encontraremos la paz cuando aprendamos la «praütes».

El silencio significa más que el mero silencio de la lengua. Existe, por ejemplo, el silencio del «no sabemos qué decir», como el insulso silencio que describimos diciendo: «está pasando un ángel», en el que todo el mundo se siente incómodo buscando desesperadamente algo que decir: no hay sosiego en el corazón de nadie. El silencio también puede ser condenatorio, pues po­demos censurar a una persona sin decir una palabra. Cuando no hablamos a alguien durante varios días, lo herimos más de lo que pueden hacerlo las palabras. Eso no es serenidad, porque nuestros corazones están des­asosegados. Un relato del budismo zen nos proporciona un buen ejemplo de ello:

En cierta ocasión, dos monjes partieron de viaje a otro monasterio en medio de un fuerte aguacero. El camino estaba bastante embarrado. De repente, en una curva del camino, vieron a una hermosa joven, vestida con un kimono de seda de ancho fajín y con un paraguas para protegerse de la lluvia, completamente inmovilizada. Tanzan inmediatamente se hizo cargo de la situación: la muchacha pretendía cruzar el camino, pero no podía hacerlo a causa del barro, porque se ensuciaría el vestido. Entonces, Tanzan se acercó a ella, la tomó en sus brazos, cruzó el camino y la dejó en el. suelo. Después, los dos monjes conti­nuaron viaje. Ekido no dijo ni una palabra durante el resto del día. Pero cuando llegaron a su destino, Ekido no pudo contenerse más y dijo: «Lo que hiciste fue peligroso. ¿Por qué lo hiciste? Los monjes nos mante­nemos alejados de las mujeres, especialmente cuando son jóvenes y guapas». Y Tanzan contestó: «Yo dejé a la chica allí. ¿Tú todavía la llevas contigo?» La intran­quilidad de Ekido no era serenidad del corazón.

Guardini y otros autores han subrayado que el si­lencio y la palabra se complementan mutuamente. No podemos hablar si nunca guardamos silencio; en tal caso, sólo parloteamos. Por otra parte, el silencio que no se ve complementado por la palabra puede ser bas­tante desconcertante. También podemos decir que el silencio y la palabra tienen una raíz común. Hay una actitud que satisface a ambos, palabra y silencio: la serenidad del corazón, de la que el silencio de los labios no es más que un preludio. La verdadera serenidad con­siste en la ausencia de preocupación. Es la paz de saberse aceptado por Dios tal como se es y abandonarse a su amor. Es descansar seguro con Dios en auténtica intimidad con él, entregado a él sin lucha ni tensión: 

«No está inflado, oh Yahvéh, mi corazón,

ni mis ojos subidos.

No he tomado un camino de grandezas

ni de prodigios que me vienen anchos.

¿No guardo lisa y silenciosa mi alma

como niño destetado en el regazo de su madre?

Como niño destetado está mi alma en mí!

iEspera, Israel, en Yahvéh

desde ahora y por siempre!» (Sal 131).

 

Los musulmanes dicen que dos personas sólo han apren­dido a amarse cuando pueden estar juntas en silencio. Al principio de su relación tienen que hablar sin cesar y hacer que fluya la conversación para no sentirse in­cómodas. Pero, a medida que crece su amor, pueden estar juntas durante horas sin decirse casi nada. Su mis­mo silencio habla de amor. Saben que las realidades más fundamentales no se expresan con palabras. Lo mismo podemos decir de nuestra relación con Dios. Cuando realmente nos sentimos a gusto con él, no te­nemos que estar todo el tiempo hablando, sino que po­demos limitamos a estar con él. Esta presencia silenciosa está basada en la serenidad del corazón, en la «praütes», que no se rompe por el hecho de hablar: «Jesús venía del silencio. En el silencio era donde se encontraba a gusto, y tenía que hacer un esfuerzo para hablar. El hombre, en cambio, viene del ruido y del tumulto, y el silencio le supone una carga». Desde ese silencio, podemos decir algo que merezca la pena, porque en él tenemos más contacto con los demás que el que nunca podríamos tener con la sola palabra. En ese silencio podemos escuchar, y luego reaccionar y responder. La «praütes» proporciona a nuestras palabras seriedad y sabiduría, sensibilidad y simpatía. Se dice que la esencia del fanatismo es la duda. Los fanáticos son sumamente locuaces, porque en sus corazones tienen dudas que intentan acallar a gritos. En el mismo sentido, podemos decir que la esencia de la «praütes» es la fe. La fe proporciona una actitud relajada. Nos sabemos amados por Dios y estamos convencidos de ello. y en esa fe llegamos a la serenidad y el descanso, y ésa es la bien­aventuranza de la «praütes».

Aún hay otro modo de captar el significado de la «praütes». Muchas frases del Evangelio tales como: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» nos exigen algo imposible. Esta imposibilidad del Evan­gelio podría abrumamos. ¡Pero ese no es el estilo del Evangelio! Éste contiene exigencias absolutamente im­posibles para el hombre. De hecho, son tan imposibles que debemos cambiar nuestra actitud, debemos llegar a damos cuenta de que solos nunca podremos cumplidas, pero con Dios sí. Por tanto, la imposibilidad del Evan­gelio debería llevamos a confiar, no en nuestra propia fuerza, sino en la de Dios, y ello nos traerá la paz. Si tratamos de arreglárnoslas por nosotros mismos, nos sentiremos descorazonados y frustrados y, o bien bus­caremos atajos, o bien nos haremos nuestra propia an­tología del Evangelio, y éstas son escapatorias. Si op­tamos por ellas, cometemos el error más fundamental que podríamos cometer. La «praütes» significa cargar con el Evangelio de la manera adecuada y experimentar cuán ligera es la carga, cuán fácilmente puede vivirse la Buena Nueva. La mujer africana que lleva una pesada carga sobre su cabeza puede llevarla sin dificultad du­rante kilómetros, si se la coloca bien equilibrada. Si la lleva mal puesta, difícilmente podrá andar unos cuantos metros sin derrengarse. Cuando vivimos el Evangelio como es debido, somos realmente felices; cuando lo vivimos mal, constituye una terrible carga: «Pues en esto consiste el, amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. y sus mandamientos no son pesados» (1 Jn 5,3). La «praütes» significa que nos centramos en Dios. La «praütes» significa que Dios es más importante que nosotros, que Dios tiene la iniciativa. La «praütes» significa que la pasividad -lo que Dios hace- es más importante que la actividad -lo que nosotros hacemos. Las personas con «praütes» realizan una cantidad in­creíble de trabajo y, además, dedican mucho tiempo a la oración. ¿Cómo se las arreglan? Sus corazones están serenos. Se saben amados por Dios, y no sienten preo­cupación por sí mismos. Otros, en cambio, malgastan las energías de sus corazones. La «praütes» nos enseña a liberamos de la tensión interior. No confiamos en nuestros propios logros, porque lo importante es que Dios nos ama. Cuando ponemos el énfasis en nosotros mismos, fracasamos. El Evangelio se hace imposible. Hay otro relato del budismo zen que cuenta cómo un pájaro estaba echado sobre su espalda con las patas hacia arriba. Otro pájaro llegó y le dijo: «¿Qué te pasa? ¿Por qué estás echado de ese modo tan raro?» «Tengo que hacerlo -contestó el pájaro-, estoy sosteniendo el cie­lo. Si retirara mis patas, el cielo se caería y mataría a todo el mundo». En ese momento, cayó una hoja de un árbol haciendo bastante ruido, y el pájaro se asustó tanto que giró sobre sí mismo y se echó a volar. Y el cielo siguió en su sitio. Cuando nosotros, como el pájaro, nos consideramos el centro del mundo, no podemos orar. Como Dios ya no es el centro, perdemos la serenidad del corazón.

La «praütes» no es debilidad ni cobardía; pero puede que no caigamos en la cuenta de que la «praütes» sólo puede ser poseída por alguien fuerte. La «praütes» no está reñida con la suavidad, pero una suavidad tras de la cual se esconde una firmeza de acero. No es una suavidad débil, un afecto sentimental, un quietismo pa­sivo, sino una fuerza que está controlada, no tanto por uno mismo como por Dios. La fuerza arraigada en la «praütes» es serena. Nuestra insignificante fe ha de ha­cer un gran esfuerzo, porque no nos atrevemos a entre­gamos:

«Los primeros cristianos se dieron cuenta del poder de la humildad, del carácter sagrado y la fuerza de la vulnerabilidad. En el mundo entró una nueva fuerza con el primer mártir que tembló, pero se mantuvo firme, sin rebelarse contra nadie y sin desvalorizar su sufri­miento por mala voluntad o por vanidad. Es una gran suerte encontrar a una persona auténticamente bonda­dosa; puede marcar toda una vida».

La persona de «praütes» tiene esperanza. No es pesi­mista. Sabe que hay un futuro y puede explicar el por­ qué:

«Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con dulzu­ra y respeto. Mantened una buena conciencia» (1 P 3, 15-16a).

La «praütes» hace esa respuesta tanto más eficaz:

«¿Hay entre vosotros quien tenga sabiduría o experien­cia? Que muestre por su buena conducta las obras he­chas con la dulzura de la sabiduría. (...) La sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía» (St 3,13.17).

La «praütes» es algo más que una virtud. Es la reca­pitulación de todas las virtudes de Cristo. Nos confiere la actitud de Cristo. La «praütes» es intraducible y, sin embargo, puede expresarse en nuestras vidas.

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