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Un ángel de amor

 

"Pregúntate en cada cosa: "¿Qué habría hecho el Señor?", y hazlo. Es tu única regla, la regla absoluta"

(Hno. Carlos)

El día 27 de diciembre, en el remanso que sigue a la sencilla fiesta de Navidad celebrada en familia, una llamada rompió el suelo de la vida cotidiana con la extraña inoportunidad de las malas noticias: Ángel, nuestro ángel familiar, acababa de morir. Y la muerte, que siempre nos sorprende como un ladrón, tenía en este caso algo aún más furtivo e inesperado, algo más hiriente y desconcertante. ¿Por qué la muerte a los diecinueve años, en un chico sano? ¿Cómo, de repente, la muerte cuando unas horas antes su alegría nos contagiaba en la Nochebuena, en las comidas y celebraciones de los días navideños?

Ángel llegó a casa en septiembre de 1999. Nuestra pequeña comunidad religiosa acogía niños con desamparo familiar desde hacía más de diez años. En todos los niños y niñas que habían pasado por ella reconocíamos al Niño que se hizo carne y quiso poner su tienda entre nosotras. Todos traían en el alma y en el cuerpo las señales del abandono familiar, la herida más profunda que siempre duele. A todos les educamos dándoles el amor que pudiese hacerles creer que Dios es Padre/Madre y que su paternidad no falla ni abandona. "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (Is 49, 15)

Pero, aún conociendo por experiencia esta realidad de los menores sin familia, la llegada de Ángel y su hermano gemelo nos conmocionaron. Dos niños de ocho años que casi no sabían hablar, con una discapacidad intelectual importante agravada por falta de estimulación y cuidado. Ángel llevando en su cuerpo las marcas de agresiones y abandonos: parálisis parcial del lado izquierdo, quemaduras en el tronco y las piernas. Los dos llenos de miedos, de fobias, de limitaciones… Abandonados por unos padres que atendían a otros hijos sin problemas pero los rechazaban a ellos por su discapacidad. "Creció como raíz en tierra árida, no tenía apariencia ni presencia; despreciable y desecho de hombres, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no le tuvimos en cuenta" (Is 53, 2-3)

Con Ángel entendimos cómo sigue el canto del Siervo: "¡pero eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!" (Is 52,4) Nunca tan evidente que un inocente carga con la culpa ajena, con lo que la falta de amor, cuidado y dedicación ha provocado en su vida.

Y con Ángel supimos también que Dios mismo le colmó de bienes y le hizo fuente de salvación y vida, de alegría y acción de gracias para quienes tuvimos el privilegio de compartir su existencia.

"La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria" (Jn 1, 14). " a Dios nadie le ha visto nunca" (Jn 1, 18) y "quien acoge a un niño como éste en mi nombre, a mi me acoge2 (Mc 9, 37)

Para nosotras el rostro de Dios se hace visible en la humanidad sin más atributos que se manifiesta en Ángel y en los que son como él. Cuando se acompaña a una persona discapacitada en su crecimiento personal cambian la forma de mirar el mundo. ¿Qué es la discapacidad? ¿No somos todos discapacitados en algo? ¿Cuál es la capacidad que nos hace humanos?

Ángel no aprendió a leer pero sabía abrir el libro de las personas y en todas escribió unas líneas. A su muerte nos ha sorprendido ver cuánto dejó en muchas de ellas. No aprendió las tablas de multiplicar, ni supo sumar más allá de números sencillos, pero no olvidaba un cumpleaños, conocía los autobuses y las canciones que le gustaba oír, recordaba todos los nombres y las relaciones y nunca dejó de preguntar por los que estaban enfermos o con problemas.

Ángel no estudió geografía pero reconocía los sentimientos en cualquier rostro y tenía una palabra de cariño y preocupación ante el dolor ajeno. Repartía alegría y ganas de disfrutar, sabía agradecer y reconocer el afecto recibido, la acogida de quienes le escuchaban y comprendían.

¡Qué poco pedía Ángel a la vida! Tan sólo compañía, escucha, el hogar que tuvo en nuestra casa durante más de once años, la seguridad de tener una familia, de ser familia entre nosotras.

Su corazón, lleno de nombres, se paró un día del tiempo de Navidad, la fiesta de la encarnación de Dios en rostro humano, la fiesta en la que celebramos que Él se hace carne para salir a nuestro encuentro. Ángel se ha ido a vivir en el Hogar de Dios, a experimentar su amor de Padre de primera mano. Y nosotras, que quisimos e intentamos ser cauces de la misericordia y el amor de Dios para Ángel, nos quedamos llenas de su alegría, de la gracia que en él y con él, se derramó en nuestra casa.

C. ARDISANA, C. MODINO, E. GUERRA

Religiosas Reparadoras del Sagrado Corazón de Jesús

Marzo 2011

 

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