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Orar en tierra seca

El contacto directo con la pobreza del Tercer Mundo me plantea siempre un estilo de oración diríamos que provisional. El tiempo no cuenta nada y los espacios, inmensos, te hacen relativizar casi todo, y, como las palabras de Jesús a la samaritana, te hablan de que no es aquí ni allí donde se adora al Padre. Es en espíritu y en verdad, en cualquier lugar del mundo, en todo espacio donde uno puede sondear en su pequeño mundo interior, donde no es necesario un lugar titulado como sagrado. Nuestro proyecto africano, su entorno, el ámbito de las cuarenta aldeas que atiende, es tierra seca, pero sagrada, un templo sin campanario, un tabernáculo siempre abierto.

En Burkina Faso me he encontrado siempre con el Dios de los pequeños: lo pequeño que es uno mismo y los pequeños que encuentro, continuamente, en cada camino, en cada aldea, en la sede del proyecto, en la mirada sorprendente de los niños, algunos de los cuales es la primera vez que ven una piel blanca, que pueden primero mirar, -porque ellos no sólo ven, sobre todo miran-, que pueden tocar, que te aceptan como lo exótico del momento manifestándolo con una sonrisa que deja al descubierto una blanquísima dentadura en señal de aprobación. Su desnutrición es, sin quererlo, y a la vista está de sus cuerpos a veces raquíticos, de vientre hinchado y piel pegada a sus cráneos, una denuncia de mi riqueza y de mi ser occidental. Dios te quiere ahí y te sientes acogido por él. Es este contacto humano el que supera con creces cualquier técnica de silenciamiento interior. Con los pobres te haces pobre, quieras o no quieras; si no, es que te has equivocado de lugar y de personas, de opción y hasta de fe.

Estar en algunas casas, todas siempre de adobe, del barro de la madre Tierra que la hermana lluvia hizo moldeable, con un enfermo o una enferma de sida, te hace sentir y vivir que Dios está ahí. Entonces entiendes mejor a Jesús, aunque no lo llegues a comprender del todo. La visita al Santísimo, la adoración, el silencio ante lo sagrado, estar mudo cuando Dios habla, cobra sentido y valor.

Es curioso que en estas visitas, sobre todo cuando a quien visitamos es cristiano o cristiana, la gente te recibe como un hombre de Dios, como un regalo para su casa y para su vida, que te muestra no ya una hospitalidad que culturalmente es usada con todos, sino el agradecimiento en gestos y palabras, porque tú, siendo quien eres, y viniendo de tan lejos, te has dignado entrar en su casa, en su patio, o bajo el cobertizo para protegerte del sol y del calor. Sientes que Dios te ama, y la pobreza del asiento o la estera sobre la que estás, te baja de tus almenas, de tus torres o de la grúa donde has llegado a situarte. Estás en Nazaret y tienes de vecinos a los mejores del mundo.

“Gracias”, Bar-ka, es la palabra más escuchada, y te invita a dar gracias a quien te ha provisto de todo lo necesario para el camino, a ese Padre que te acoge cuando llegas de lejos, sea tarde o a tu hora. Gracias, y eres tú el que las da, y no dejas de repetirlo por dentro, y sigues dando gracias cuando, al final del día, repasas, contemplas, dibujas o escribes lo que has vivido, cuando vuelves del proyecto, cuando te sientes molido por transitar por caminos casi impracticables, cuando valoras mucho más lo pequeño que lo grande.

La presencia de Dios está también en la tierra roja, de la que te impregnas cada día como un óleo sagrado que te hace parte de una tierra burkinabé sagrada. Se huele, se intuye y se mastica junto al lago de Bam, que cada julio y agosto recupera su nivel por la lluvia, visitante anual de fechas fijas. El silencio junto al lago te deja mudo, invitándote a la contemplación, a no romper la armonía que te envuelve, dejando pasar el tiempo sin que ningún sonido te indique que “ya es la hora”, donde parecería una zafiedad pronunciar cualquier palabra. El agua del lago es el rostro sereno de África, en uno de los lugares más pobres del mundo.

Burkina Faso me ha enseñado siempre a orar, a caer de esquemas de disciplina para alcanzar metas espirituales. Su gente, mi gente, me ha catequizado para encontrar a un Jesús pobre, y cuando transmito esto a los amigos, a las personas con quienes celebro en mi parroquia en España, en las residencias de ancianos, en Torre Nazaret, o en la fraternidad, no dejo de echar de menos la tierra sagrada donde soy verdaderamente pequeño y frágil, y cuya gente me enseña a ser creyente y a ser orante.

La estancia ya clásica de un día en el monasterio de Honda en cada visita anual de seguimiento al proyecto en Bam, que consta de seis humildes construcciones de adobe, para albergar a los monjes, con una capilla donde el hermano Carlos te sonríe desde el cuadro pintado en estridentes colores, con el conjunto apartado de pequeñas ermitas donde uno se retira de verdad, es un momento privilegiado que Dios te regala en el África que sufre. Silencio, soledad, espacio para el desierto. El árbol de karité, inmenso, en la entrada del eremitorio Carlos de Foucauld, como inmenso el baobab que hay en el camino, me dejan estar bajo ellos horas de desierto, sin nada, sólo a la sombra, en el espacio gratuito físico y temporal que Dios te regala, donde te visita si estás dispuesto a ser amado, perdonado, fortalecido, enviado. Tierra sagrada, tierra seca, pero nunca amarga. Dejo que Dios me confirme en el mismo espacio, bajo la misma sombra donde preparamos el proyecto en septiembre de 2004. Me envuelvo con la pobreza de lo que me rodea y de mí mismo, y quiero transformarme en hombre nuevo. No quiero ser rico, quiero ser tierra sagrada y pobre, roja y seca, que se pega a las plantas de los pies de los caminantes, que se cuela por las sandalias, que acompaña siempre. Tierra para hacer adobes que puedan formar un lugar para vivir, un patio para cocinar, hablar, acoger, guardar los animales… La tierra donde los pobres más pobres han sabido dar culto al Padre en espíritu y en verdad, donde te preguntas de nuevo, como en la canción de los años setenta, de qué color es la piel de Dios.

AURELIO SANZ BAEZA

 

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