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III

LOS AMIGOS Y LOS JUEGOS

Así pasaron los años e iba creciendo. Ya se habían celebrado diez pascuas. Tenía bastantes amigos, algunos parientes suyos, "hermanos", como se solía decir de todos los que formaban parte de los familiares unidos entre ellos por vínculos de sangre. Estaban: José, Santiago, Tomás, Simeón, Juan, David, Samuel, Elías, Eliécer, Gina y otros tantos. Con gusto iba a jugar con ellos. Arriba y abajo por las colinas, entre los olivos, a bañarse en las acequias, a subirse en los árboles, se enfrentaban en pequeñas e inocentes luchas, a pesar que alguno terminaba golpeado y con la nariz sangrienta, todo acababa en fiesta, un poco por la amistad entre ellos, mayor que la lucha y un poco por el temor de las regañinas de los padres, al volver a casa.

Él se apartaba de pronto cuando el juego favorecía la lucha, la violencia o la cólera, como suele suceder en el ardor del juego cuando la alegría y la amistad se convierten en competencia para superar a los demás sin límite hasta hacer daño y provocar llantos y sufrimiento. Se apartaba por instinto e invitaba a sus compañeros a pararse, aunque no lo escuchaban. A veces, con el permiso de sus padres y a veces sin su permiso, deseando escaparse, con la sensación de un dolor profundo de ocultar algo a su madre, llegaban hasta pueblos cercanos: como Caná, en donde algunos tenían parientes.

Naim, un poco más distante, para arriesgarse, a veces hasta el Monte Tabor más allá aún, gozando de la vista preciosa, de la llanura llena de colores entre el verde, el amarillo, el marrón de los diversos cultivos, las aldeas dispersas como rebaños blancos e inmóviles en espera de su pastor. Cuando cansados y sudando se detenían en la sombra de un terebinto, se quedaba en silencio mirando a los campesinos que sembraban las semillas en los campos recién labrados, que se transformarían en espigas de trigo, de color del oro, colorados aquí y allá por las manchas de amapolas rojas como la sangre. Era el milagro de la naturaleza y se quedaba encantado de contemplarla y a veces se olvidaba hasta de sus compañeros que lo llamaban ya para regresar. Su Galilea era hermosa y verde con un clima siempre agradable, incluso en el calor del verano o el frío del invierno, la niebla nocturna o el manto de nieve que ponía blancas las cimas alejadas del Monte Hermón.

Pero se le prohibía ir a Séforis, la ciudad todavía en construcción, donde vivía el tetrarca Herodes Antipas, recién ombrado por los romanos después de la muerte de su padre. Herodes, el rey de su región, la Galilea y de las regiones vecinas, Perea, más allá del Jordán. Séforis era una ciudad prohibida, un poco, porque se consideraba demasiado pagana, construida y diseñada, como otras ciudades como Cesarea y Scytopolis, en el estilo helenístico y romano, tan lejos de la tradición de los padres de Israel, y un poco porque donde estaba la corte no se podía ir con confianza aunque, los niños de Nazaret, sin entrar en la ciudad, se acercaban a veces por curiosidad. Algunas veces, acompañando a uno de sus padres que iban al mercado, habían llegado al mar de Genesaret, luego llamado Tiberíades, que era la ciudad más importante construida en sus orillas por el tetrarca Herodes Antipas, en honor del emperador Tiberio, cuando tenía más de veinte años. El lago no era un mar, pero la gente lo llamaba así porque era muy grande y lleno de peces.

Había que salir temprano porque se situaba a doce millas de distancia de Nazaret, y se regresaba a casa por la noche. Se quedaba encantado con los colores del agua que parecía como un espejo del cielo, de las nubes blancas, de los árboles y de las casas en la orilla. Las aldeas agrupadas y situadas en las orillas, se llenaban de vida los días de mercado, los barcos que iban y venían en el lago o movidos tranquilamente al ritmo de las olas. Le gustaba nadar con sus amigos en el agua fresca del lago, pero sobre todo no se cansaba de mirar a los pescadores que regresaban de la pesca con redes llenas de peces o en el círculo junto a los botes en la playa seleccionando los peces y separando los buenos para vender en el mercado de los otros para devolverlos al agua, o arreglando sus redes dando el ritmo al trabajo con los cantos.

Le fascinaba la pesca y, a veces soñaba ser un pescador, no de peces, sino de personas, de pescar a tantas personas, no con redes, sino con la palabra, con la amistad, con el amor. Por el momento disfrutaba con sus compañeros corriendo y jugando con ellos en su tiempo libre, fuera de la escuela y del trabajo. Conocía a algunos en la orilla del lago, un poco porque eran familiares, un poco porque les había conocido cuando pasaba con su padre por sus casas para entregar un trabajo terminado. Entre ellos se encontraban Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, Santiago de su edad, Juan algunos años más joven, Pedro y Andrés los dos hermanos, y algunos otros, pero se veían poco, solamente cuando bajaba al lago. Quería a sus amigos, pero a veces se ponía triste cuando se ponían de acuerdo para robar un poco de higos, uvas, manzanas, limones o cazaban algunas aves con piedras o se escalabraban haciéndose heridas. No podía siempre conseguir que respetaran los bienes de los demás o de no maltratar a los animales. A veces cuando encontraba a un pájaro herido por sus compañeros, lo recogía y trataba de curar sus heridas, una pata rota o un ala que ya no podía volar y lo conseguía.

Pero lo que más le dolía de todo, era cuando, al pasear con los amigos de su edad por las calles y los senderos alrededor de las aldeas, se burlaban de algún cojo o manco o ciego (en cada pueblo siempre había una serie de pobres deformes por naturaleza o maltratados por los hombres) y gritándoles groserías y diciéndoles que era unos desafortunados pecadores (como el maestro les enseñaba en la sinagoga, porque según la tradición, como consecuencia de un error o de un pecado suyo o de sus padres), y simulaban su defecto para molestarle y ponerle furioso. Sentía como si las lesiones y las bromas iban dirigidas contra él. De hecho, dentro de sí sentía un profundo dolor y se identificaba con el sufrimiento y la humillación de los cojos, ciegos, y aún de una pobre mujer conocida como una prostituta.

Una vez vio con sus amigos una escena que le conmocionó. En la plaza de su pueblo, los hombres habían llevado a una mujer pobre, desaliñada y vestida con harapos, acusada de adulterio. Según la ley debía ser apedreada y los más atrevidos y fascinados empezaron a recoger piedras y a tirarlas. Sus compañeros gritaban y apoyaban a los tiradores que eran todos parientes, conocidos o amigos mayores. No había podido soportarlo. Había corrido detrás de un árbol para llorar, solo. ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Era justa la ley que exigía tal sacrificio? ¿Quién tenía la culpa? ¿Y el hombre que había estado con ella no era culpable también como ella? No podía encontrar respuestas en su corazón, pero sabía que lo que había visto no estaba bien y que Dios no quiere que pasen estas cosas. Al volver a casa, tan triste, contó a sus padres lo que había sucedido. Su madre se quedaba en silencio.

José abrió su corazón con sabiduría: "En muchos casos, nuestra ley es demasiado estricta, especialmente con los más débiles y frágiles. A menudo, nuestras mujeres pagan un precio mucho más alto que los hombres, que a menudo se las arreglan para ocultar sus fechorías y escapar así de la pena prevista". El padre terminó recordando que el Señor, bendito sea su nombre, tenía otra manera de juzgar y que sus pensamientos no son los pensamientos del hombre y su misericordia es más grande y más profunda que la ley. Le recordó el Salmo 144: "El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y grande en amor. El Señor es bueno con todos y su ternura se extiende sobre todas las criaturas". Estas palabras le llenaban el corazón de esperanza y de paz.

Otra vez con los amigos había visto de lejos a un leproso que se acercaba. Todos huyeron asustados y se escondieron detrás de los árboles. La ley prohíbe cualquier contacto con esas personas y el miedo al contagio era grande. El pobre hombre ahora reducido a un montón de harapos que cubrían una carne deshecha por la enfermedad, casi completamente ciego e inseguro con sus pies. Se había caído y no podía levantarse. Sus compañeros se habían apartado hace mucho tiempo. Él se quedó atrás y cuando nadie lo veía se acercó al leproso que, al oírlo venir, le gritaba que se alejara. Sabía que la ley prohíbe cualquier tipo de contacto e incluso la proximidad de una persona leprosa considerada como impura. Al contrario se había acercado a él, le dijo que lo amaba, le había ayudado a levantarse, le dio un beso y luego había vuelto a casa corriendo y no había dicho nada a nadie, ni siquiera a su madre.

 

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