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II

LA CASA DE NAZARET

No eran pobres ni ricos. En Nazaret tenían una pequeña casa, encaramada al igual que las otras en las colinas verdes que daban hacia la llanura de Esdrelón. Su padre José era un artesano, hacía un poco de todo como carpintero, también había construido su casa con amor. Era hermosa, ordenada y toda blanqueada con cal, la madre la había adornado con flores y plantas y la había llenado de sus canciones, de su sonrisa, de sus ocupaciones domésticas, del olor de la cocina y de los alimentos preparados con amor. En la puerta, en la entrada de la casa, José había colocado la "mezuzá", un tubo de metal que contiene un pergamino con las palabras de la oración esencial, la shemá, "Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios…"Cerca de allí había una pequeña tienda donde trabajaba su padre cuando no le llamaban a otra parte para hacer algún trabajo. Un huerto le daba un poco de frutas y de hortalizas, tenían una cabra para la leche, algunas gallinas, un burro para viajar y para la carga de la madera y los materiales de los edificios y las obras que su padre tenía encargadas en la aldea y los pueblos vecinos.

No le faltaba nada. Era un niño feliz, jugaba en compañía de los niños de alrededor, sobretodo con sus primos y otros parientes. Su parentela era grande. Estaba contento sobretodo cuando iba a ver a los abuelos, los abuelos maternos, porque los abuelos paternos no les había conocido, habían pasado ya de la tierra de los hombres, al "sheol"11, cuando él había nacido. El papá y la madre de su mamá eran ahora bastante viejos, pero se encontraba bien con ellos. Su abuela Ana hacía dulces exquisitos y ella le contó tantas historias y su abuelo Joaquín le enseñó muchas cosas: cómo se hace un lazo, un nudo corredizo, cómo se trepa sin riesgo de caer, cómo se coge la fruta en su tiempo justo, cómo se reconoce a una serpiente venenosa de una inofensiva, cómo se cuida a las cabras o las ovejas para esquilarles la lana, cómo se cuidan los otros animales domésticos, cómo se reconocen las bestias y los insectos peligrosos.

Le gustaba estar con ellos. Pero un día que el abuelo había empezado a contar la historia de Moisés y del pueblo que sufrió la esclavitud en Egipto y su liberación pasando a través del mar y del desierto, la abuela había intervenido para decirle que también él con su madre y su padre, habían ido a Egipto y habían cruzado el desierto. El abuelo no quería que la abuela continuara hablando sobre ese acontecimiento de su vida, pero ella insistía diciendo que a los pocos días después de su nacimiento, cuando no habían vuelto todavía a Nazaret, habían llegado desde muy lejos algunos forasteros, personajes extraños que estudiaban el cielo y habían dicho haber visto una estrella distinta, que según sus investigaciones señalaba el nacimiento de un niño importante, y que el niño había sido él. Se habían puesto de viaje y la estrella, según ellos, les había conducido hasta la casa donde, después del censo, habían vivido.

Pero antes de llegar, pasaron por Jerusalén pensando que el niño habría nacido allí, en la capital, en el palacio del rey, pero apenas habían entrado en la ciudad, la estrella desapareció de pronto. Y por mucho que escrudiñaban el cielo no la veían, había desaparecido. Entonces se habían dirigido al rey Herodes, que gobernaba en ese tiempo, y a pesar de que dependía en muchos aspectos del poder del emperador romano, a quien pagaba el tributo, según ellos, él debía saber si había nacido de su casa o no, ya que se convertiría en rey. En la corte algunos sabios llamados por Herodes, habían encontrado en los libros sagrados del profeta Miqueas, en el capítulo 5, que el niño tenía que nacer en Belén. El texto decía: "Y Tu Belén, de Efratá, no eres la más pequeña entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el que debe reinar sobre Israel".

Así pues, tomaron de nuevo el camino hacía Belén y en seguida apareció de nuevo la estrella que les indicó el camino hasta el lugar donde estaba con su madre y su padre. Los extranjeros, entonces, después de una breve visita y haber dejado algunos regalos, un poco de oro (no mucho, pero lo suficiente para pagar sin problema, lo que se debía por la compra de la tierra y de la construcción de la pequeña casa en donde se habían quedado y los costos del viaje que no habían sido pequeños) un poco del incienso que había perfumado rápidamente la casa y de mirra (la mirra curiosamente se solía utilizar para los difuntos).

El rey Herodes se había mostrado muy amable con ellos y había expresado su deseo de ir también a visitar al niño recién nacido, estaba sin embargo lleno de envidia y muy preocupado por el nacimiento de este niño, temiendo que fuese utilizado por algún grupo fanático para fomentar, apoyándose en el descontento popular, contra su casa e incluso derribarlo de su trono. Decidió pues ordenar matar a todos los recién nacidos alrededor de Belén, porque entre ellos, él se habría encontrado. No había de extrañarse, porque el rey, que además no era de su pueblo, sino idumeo, era un hombre cruel y violento y había ordenado matar a mucha gente, y no sólo a sus enemigos, sino también a muchos de sus familiares, su cuñado Aristóbulo, y su tío-hermano José, su cuñado Kostobar, la esposa de Marianne y su suegra Alejandra y sus hijos: Alexander, Aristóbulo y, por último, Antipatro, a quien tenía como sucesor en el trono. No tenía ningún escrúpulo de condenar a muerte a unos pobres inocentes.

Pero los extranjeros venidos de lejos, como su papá, habían entendido que algo no andaba bien. Al marcharse, los tres extranjeros no habían pasado de nuevo por Jerusalén ni habían informado a Herodes. El padre había soñado cosas tristes y deprisa habían recogido sus enseres y se habían alejado de Belén hacia el desierto. Entonces se enteraron por las caravanas que pasaban que Herodes había mandado a sus soldados al amanecer y unos veinte niños de dos años o menos fueron asesinados mientras dormían o en los brazos de sus madres desesperadas y toda la ciudad se encontraba en duelo. Jesús escuchaba y pensaba: ¿Sería posible que fuera de él de quien había escrito Miqueas? ¿Él, rey de Israel? Le parecía todo como una fábula, incluso hermosa a pesar de muchos toques tristes y trágicos. Sobre todo sentía en su pequeño corazón un dolor inmenso por esos niños que no había conocido y que en el fondo, habían muerto por su culpa.

"Por eso - decía la abuela – habían tenido que escapar, hacia un país extranjero, como nuestros padres". Pero Herodes se murió de un mal incurable, lleno de gusanos, y regresasteis, sanos y salvos. Su abuela lo abrazaba y le daba besos como si se hubiera salvado de un peligro grave el mismo día anterior. Era demasiado pequeño para acordarse de cualquier detalle de esta historia tan triste, pero en su interior, en su mismo corazón permanecía una sensación de dolor y de miedo. ¿Por qué su madre y su padre jamás le habían comentado todo esto? ¿Quizás tenían miedo de impresionarle, o llenarle la cabeza pensando que era como Moisés que volvió de Egipto para liberar a su gente? Si fuera diferente, él sabía que era un niño de Nazaret y no pensaba en absoluto llegar a ser como el gran patriarca Moisés que había liberado al pueblo y le había llevado, sano y salvo a través del desierto hacia la tierra de los padres, le había dado la ley, pero sobre todo, había hablado con Dios, cara a cara en el Sinaí.

La historia contada por la abuela lo había dejado triste y preocupado. Tenía que hablar con su madre y preguntarle porqué no le había dicho nada del asunto. Se sentía como un poco culpable por la muerte de esos niños que tendrían su misma edad, de no haber sido matados por la cólera de Herodes. Le echó valor y al volver de la visita a los abuelos, enseguida pidió a su madre que le dijera la verdad sobre estos asuntos que habían ocultado sin decirle nada de ellos.

Vio la cara de la madre, siempre tan serena, ponerse roja y una lágrima furtiva bajar por su mejilla, secándola rápidamente. "Sí, era verdad, dijo su madre, nunca te había hablado de esto porque tampoco ella lo entendía". Tantas cosas no entendía de lo que había sucedido alrededor de su nacimiento: los pastores que habían oído a los ángeles, los forasteros que habían seguido la estrella, la cólera y el odio de Herodes, la tragedia de Belén y el llanto de desesperación de las madres y su miedo y el remordimiento.

Cuarenta días después, habían ido al Templo de Jerusalén para presentarlo al Señor, y redimirlo como su primogénito, llevando la ofrenda. El sacrificio de los pobres: dos palomas o dos tórtolas, como está escrito en el libro del Levítico, y realizar también la purificación de su madre. Dos personas mayores que vivían rezando en el Templo, Simeón y Ana lo habían recibido, con entusiasmo. Simeón había dicho de él que sería la luz de su pueblo y de toda la gente, aunque también un signo de contradicción y que una espada traspasaría su corazón. Todo esto lo había llevado en secreto en su corazón y a veces, pocas en verdad, lo había confiado a su papá José, para intentar entender algo de todo lo que había sucedido, pero José le decía siempre que tuviera confianza en Dios, y no temiera, que el Señor les indicaría el camino y les daría la luz. Pero esos presagios, esas palabras y esos acontecimientos daban vueltas en su mente y ella no sabía qué pensar y qué decir. Tampoco él entendía: ¡él era todavía tan joven! Qué habría pensado él y habría entendido si su madre, que había vivido todo esto, no conseguía entenderlo. Pero el rostro de su madre se ponía otra vez sereno y le decía: "Mira estamos aquí en Nazaret, estamos bien, el Señor nos ha dado todo lo que necesitamos, no nos puede pasar nada extraño, ¿para qué entonces, preocuparnos? Pensemos en vivir el día a día, a la luz de la ley del Señor y Él nos guardará en sus manos y nos llevará por sus caminos".

Estas palabras le consolaron pero no del todo. En verdad, Nazaret era un pueblo tranquilo, se encontraba bien en casa, con sus parientes y sus amigos, todo seguía de la mejor manera. ¿Pero si, por el contrario, no hubiesen sucedido esas cosas y acontecimientos en los que su vida fue marcada por la mano de Dios con vistas a realizar una misión concreta? Su pequeño corazón comenzaba a dar golpes fuertes, como un caballo al galope, pero por otra parte empezaba a rezar el salmo 22 que conocía bien: "El Señor es mi pastor, nada me falta". Y en su interior todo se tranquilizaba.

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11 Reino de los muertos. «Lugar que siempre pide más y nunca se sacia ». Cf. Is 5,14

 

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