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En el desierto o se muere o se renace.

En el desierto cabe hacerse como roca áspera o como la arena suave.

En el desierto es posible experimentar la soledad más terrible o llegar a confesar, sin inventarlo, que la vida está en las manos paternales de Dios.

En el desierto el tiempo puede ser violento o pasar como un soplo.

La paz en el desierto es don de Dios, al experimentar su misericordia.

Aurelio Sanz Baeza vive su sacerdocio en Perín de la diócesis de Cartagena-Murcía (España). En la asamblea de agosto 2009 fue elegido responsable regional de la Fraternidad sacerdotal de España. En su actividad pastoral ocupan lugar preferente los enfermos de VHS participando en proyectos tanto en su diócesis como en África. Sus muchos años en Fraternidad y su fidelidad al día de desierto nos ofrecen este hermoso artículo.

las moscas del desierto

Pequeña aportación para el tiempo de desierto

Sin papeles en el Desierto

Nuestra identificación cívica, sea el documento nacional de identidad, el pasaporte, la tarjeta de identidad o el carné de conducir, llevan nuestra foto y nuestros datos personales. Nos dejan pasar, nos autorizan, nos permiten… sólo con el documento acreditativo. Nos fiamos de nuestros papeles y de los papeles de los demás, cuando éstos están en regla.

En el desierto se nos invita a ir sin papeles,  sin programación ni guía, sean pensados o  por escrito. Los papeles nos van a distraer, y, aunque sea la propia Palabra de Dios, este mismo boletín que está en nuestras manos, cualquier “receta” útil para el día de desierto, el libro que esperábamos leer un poco en ese día, etc. son parte de la mochila pesada que nos va a sobrar. Tampoco los papeles o libretas o diarios para escribir, ya que corremos el riesgo de perdernos en nuestros pensamientos y no dejar paso al pensamiento de Dios. Hay que dejar que Dios escriba el camino, lo muestre y nos sitúe en él: si elegimos nosotros, no nos dejamos poseer por su Espíritu. Si creemos que el desierto es rodearnos de seguridades, no entraremos nunca. “A un grupo de sus discípulos que estaban tremendamente ilusionados con una peregrinación que iban a emprender les dijo el Maestro: Llevad con vosotros esta calabaza amarga y aseguraos de que la bañáis en todos los ríos sagrados y la introducís con vosotros en todos los santuarios por los que paséis. Cuando regresaron los discípulos, la amarga calabaza fue cocinada y posteriormente servida como comida sacramental. Es extraño, dijo con toda intención el Maestro después de haberla probado, el agua sagrada y los santuarios no han conseguido endulzarla[1].

El desierto no es para pensar; es para llenarte del pensamiento de Dios. Sí que es un tiempo de sensaciones, de sentir lo que Dios siente por ti, por la humanidad y por todo lo creado. Esas sensaciones son las que hay que disfrutar, sin que muten en ideas y sin idealizar la cercanía o lejanía de Dios con conclusiones.

No nos revisamos, no nos evaluamos; es Dios quien nos evalúa.

La Biblia, el Nuevo Testamento o el Libro de los Salmos, dejémoslos en casa. Seguro que a la vuelta del desierto nos van a sorprender, vamos a gozar con ellos. Si los hacemos compañeros de desierto pueden convertirse en un arma a nuestro favor, un medio para darnos la razón a nosotros mismos, un recurso que nos distraiga de las llamadas de Dios en el silencio y la soledad. No pensemos que sin leer, sin escribir, nos “va a salir mal el día”, que nos vamos a aburrir a ratos... El hastío y el aburrimiento forman parte de la dinámica que Dios nos tiene preparada en el desierto. Éste no es para divertirse ni ocupar un tiempo para rezar; no hay que hablar nada, sólo dejar a Dios hablar, y él se manifestará si le dejamos sitio, si le mostramos nuestro corazón desnudo, de todo ruido, de toda programación, de todo pensamiento. El corazón libre y silenciado será el que escuche; el ocupado y con ruidos volverá del desierto muy descansado y distraído, feliz por un bello día de paseo y contacto con la naturaleza.

A reloj parado                                

El desierto puede durar una jornada, unas horas, semanas y hasta años. “Cuarenta días”, “cuarenta años”, son signos que en la Palabra Dios marca como un tiempo prolongado. Él mismo nos va a invitar a pasar y quedarnos, o a atravesarlo, sin prisas, según nuestra disponibilidad interior.  Es mejor que Dios decida el tiempo pero raramente podremos en la práctica tener esa actitud, ya que lo que normalmente llamamos la “jornada de desierto” o una semana de desierto son espacios dentro de nuestra vida y ocupaciones entregados al Señor y él entregado a nosotros, y resulta un lujo poder disponer de un tiempo ilimitado, siendo realistas y moradores de esta tierra. Por el trabajo, por la salud, por el momento en que vivimos, será preciso establecer cuándo vamos de desierto, dónde y cómo, y dejar que Dios sea quien conduzca, poniéndonos en sus manos. Sabemos que vamos a estar solos, y eso nos asusta: encontrarnos con nosotros mismos puede ser más duro de lo que pensamos. “El desierto manifiesta, en su realidad misma, la señal de aislamiento, no solamente de los hombres, sino de cualquier rastro de presencia y de actividad humana; manifiesta la señal de la aridez, del desasimiento para todos los sentidos, el de la vista como el del oído; manifiesta la señal de una impotencia total del hombre que allí descubre su debilidad, ya que el hombre no puede hacer nada para subsistir por sí mismo en el desierto; en fin, manifiesta la señal de la pobreza, de la austeridad, de la extrema simplicidad. Es Dios quien conduce al desierto, porque el espíritu no puede permanecer en él sino alimentado directamente por Dios[2]. Por eso es bueno entrar en el desierto con “todo el tiempo del mundo”, sin esperar a mañana, sin preguntarnos el porqué sino el para qué. Para qué Dios me ofrece este tiempo de silencio, de búsqueda, de estar a la escucha, sin que me suene el teléfono, sin que sea un reloj quien me indique cuándo voy a comer o cuándo voy a volver. El reloj puede ser un instrumento, pero nunca un dictador.

Es necesario pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios: es en el desierto donde uno se vacía y se desprende de todo lo que no es Dios, y donde se vacía la casita de nuestra alma para dejar todo el sitio a Dios solo[3]. Carlos de Foucauld, en este párrafo de sus Escritos Espirituales, experimenta qué es desprenderse, qué es ponerse en las manos del Padre, qué significa “ha valido la pena”. Cierto que él tenía “todo el tiempo del mundo”, mas nosotros tenemos ese tiempo gratuito si en lo poco o mucho que dediquemos al desierto está el todo, los segundos, minutos y horas que no quedan marcados, la insubordinación a sentirnos programados, vivir el presente como si fuera toda la eternidad, saborear el día y la noche como el regalo mejor de nuestra vida.

Presentarnos pobres, vulnerables, inseguros en el desierto, liberados de nuestro traje social del momento, de nuestros papeles profesionales, religiosos o políticos, es darle a Dios todo nuestro ser para que sea él quien lo trabaje y nos dejemos trabajar por él.

El tiempo de Jesús en Nazaret, el tiempo del hermano Carlos también allí, el estilo de Nazaret, poseen el preludio del auténtico tiempo de desierto. “Nazaret es, antes de la oración, el largo tiempo de la preparación, de la oración, del sacrificio; el tiempo de la larga soledad, de la purificación, del conocimiento de los hombres, del ejercicio del escondimiento[4]. La calidad de ese tiempo de desierto no consistirá en el concepto de espacio y tiempo invertidos, sino en el amor entregado y el que hemos recibido de Dios. “El hermano Carlos fue fiel a su conciencia[5], él no cesó de buscar “con todo el tiempo del mundo”.

Las moscas del desierto

¿Quién no ha tenido a las moscas como compañeras del tiempo de desierto? Esas moscas incordiantes suelen siempre volver al mismo sitio una y otra vez. Las más grandes son las más ruidosas y las más molestas. Es curioso que, cuando hay alguna herida, acuden pronto no siempre con fines terapéuticos.

Las moscas nos persiguen y nos son fieles. Nos recuerdan que tenemos calor, que tenemos hambre, que tenemos paciencia y, a pesar de nuestros aspavientos o manotazos raramente conseguimos acabar con alguna. Nuestras ideas, nuestros anhelos, las frustraciones, las ocasiones perdidas, las últimas noticias, la gente que nos preocupa… enormes moscas que rondan nuestro desierto para hacerlo más humano y veraz. Si observamos estos “animales salvajes”  con una mirada contemplativa, le daremos gracias al Señor porque están ahí y hemos olvidado el repelente de insectos, el matamoscas y el insecticida de estar seguro de uno mismo. Nos incordia nuestra falta de generosidad, de amor desprendido, de escucha, de estar disponible. “Para el Evangelio del Reino, la cumbre del mal es lo que destruye el espacio, la relación de confianza, de justicia y de ternura misericordiosa, en el corazón de nuestras historias. Para el hombre evangélico, lo que destruye la relación de amor no es la muerte, sino el pecado[6].

El problema de las moscas no es que nos distraigan, ya que estarán las más de las veces  ahí. El problema es que molestan, y nos recuerdan que también nos gusta hacer ruido, volar, molestar, incordiar… Las moscas del desierto nos enseñarán a ser tolerantes con nosotros mismos y con los demás, a no auto-flagelarnos con mala conciencia, con auto-compasión o con esas miradas al ombligo que tanto nos consuelan. Si sabemos transformar nuestras respuestas en preguntas –respuestas antes que preguntas sobre nosotros mismos, sea nuestro comportamiento o nuestro pasado o futuro, o las respuestas que nos damos para auto-justificarnos- pondremos a nuestro subconsciente en su sitio y dejaremos que éste surja en su momento, fuera del desierto, que ya habrá tiempo para ello. Lo cotidiano es que fluya lo vivido, lo experimentado o aprendido en nuestros razonamientos y conductas, en lo cognitivo y lo conductual, que diría un psicólogo. Todo ello configura el mundo de las emociones y las reacciones ante lo inesperado, con respuestas desde nuestra lógica. Para el desierto, si no deseamos que sea éste una sesión de psicoanálisis con Dios por terapeuta, dejaremos que las moscas se  vayan cuando quieran tal y como han venido, o se queden si les somos atrayentes.

Sale el día nublado

Salir al encuentro de Dios es ponerse en el camino hacia lo desconocido. No sabemos dónde y cuándo lo vamos a encontrar. El contacto humano es un medio mucho más fácil y seguro para ello, especialmente cuando son los últimos, lo preferidos de Jesús, quienes nos muestran su rostro. En la adoración o la celebración está claro que también. Pero en el desierto no hay nadie: sólo uno mismo. Agradeceríamos el buen clima, el sol moderado, el viento como suave brisa, los elementos que nos hacen sentir bien, que son un complemento para la paz. Cuando el día “sale nublado” o “hace mal tiempo” es el momento de confiar, de dejarse llevar. Cuando nos planteamos ¿qué hago yo aquí? ¿Dónde me he metido? ¿Quién me manda a mí venir? ¿A dónde voy yo ahora? Y nos decimos con toda lógica a nosotros mismos “si lo sé no vengo; no entiendo nada, estoy deseando volver…” Ahí es donde hay premio, ahí es donde Dios nos está tocando realmente desde nuestro ser y a nuestro ser, porque no nos transmite miedo alguno, sino que son los nuestros propios los que se manifiestan; no es su falta de motivación, es la desmotivación personal la que nos molesta sentirla como una hija nuestra. “El pueblo de Israel fue llevado al desierto antes de poder entrar en la tierra prometida. El desierto se convirtió en un poder transformador. De la misma forma, todo lo que atravesemos será una fuente de energía para nuestra vida[7].

Del desierto podemos salir transformados, con la fe reforzada. Pero tampoco será negativo para nosotros, y ahí es donde tenemos premio, si salimos interpelados, más inseguros de lo que estábamos, con cuestiones por resolver, ya que al desierto no se va para resolver nada ni buscar la solución a los problemas. Si no hemos encontrado a Dios no es porque él juegue al escondite con nosotros y hayamos perdido, es su ausencia la que hemos experimentado como reto para seguir buscando. Cuando nos perdemos en nuestras ideas y proyectos en el silencio, no estamos abiertos al pensamiento y al proyecto de Dios, nos distanciamos de su poder transformador y de Padre. Jesús nos diría, en este caso, que busquemos el Reino de Dios y su justicia, y que todo lo demás se nos dará por añadidura, y que el Reino no está en esta idea o en tal proyecto, sino en la lucha del día a día y en la capacidad transformadora con que nos provee con su Espíritu, desde la nube o desde el sol, desde ese firmamento que vemos y gozamos tantas veces y desde la triste luz que nos llega a través de los nubarrones.

Con papel de regalo

Jesús abre al mismo tiempo los ojos, el cuerpo y el espíritu bajo la acción del Espíritu que desciende sobre él. ¿Debe pensar que ese día una  nueva conciencia de sí mismo se despierta en él, o, más sencillo, que él recibe la confirmación solemne de lo que ya sabía y vivía humildemente, en lo oculto, en Nazaret, en su intimidad cotidiana con Dios?[8] . En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Allí permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre los animales salvajes y los ángeles le servían[9]. Después de esa experiencia, tal y como viene en los tres sinópticos, Jesús no regresa al desierto, ni a posteriori aconseja a sus discípulos pasar por ahí, ni les marca la condición de una búsqueda de Dios a través de él. Sí que les animará a buscar el Reino y su justicia, a trabajar por él, a transformar el mundo. El desierto fue una llamada del Espíritu para él, para el antiguo Pueblo de Israel, en camino hacia la Tierra Prometida,  y para tantos hombres y mujeres que, como consecuencia del seguimiento de Jesús, de su compromiso por el Reino y como portadores de la Buena Noticia, son llamados también a escuchar a Dios en soledad. Y en el desierto hay muchas maneras de ser “tentado por Satanás”, encarnado en la pereza, la inseguridad, la comodidad; la sensación de pérdida de tiempo; de convivencia con “animales salvajes” ficticios o reales, los miedos, el orgullo, la indiferencia, el aburrimiento, las alternativas a ocupar el tiempo que creemos malgastado; de ser “servido por los ángeles” en la medida en que nuestra fe nos anima a continuar para estar, a dejarnos llevar en confianza por aquél que nos ama, como un gran regalo, envuelto en el papel de la esperanza, de la alegría, de la confianza, de la reconciliación con uno mismo. El papel de la piel de cada uno, a quien Dios  ama tal y como somos, y se nos muestra así en el desierto: papel de regalo. Un tiempo gratuito, entregado no para buscarse a uno mismo, sino para buscar al Señor; un tiempo libre, de todo componente estresante, de cumplimiento, de quedar bien ante los demás o ante la propia conciencia, viviendo lo inesperado, porque esperado es Dios y él nos espera, sintiendo que hoy, más que nunca, somos llamados por él a ser poseídos, cuidados, amados, sin pensar en cuánto me va a costar (el tiempo que podría haber empleado en otra cosa, el descanso que prefiero a ir no sé dónde porque el Espíritu me empuja, sentir que no entiendo nada) a mi persona, a mi ego, a mi trabajo o a mis vacaciones. Vivir en gratuidad este tiempo y vivir la gratuidad con que  Dios me trata y me acompaña…

La noche de desierto

El silencio de la noche nos ayuda a silenciarnos por dentro. Puede ser un buen momento para dejarnos llevar por el Señor en la soledad que supone la no apreciación de los colores, de elementos de la naturaleza, salvo el cosmos, de ruidos domésticos o urbanos. La noche es tiempo de salvación, decimos en el himno de Completas, y esa parte del día puede ser tiempo de desierto, en vela, no como Jesús en Getsemaní, que oraba angustiado, aunque lleno de confianza en el Padre, no como vigilia de oración o adoración nocturna, sino como desierto en la noche, desde que se pone el sol hasta que sale con el amanecer.

La experiencia nocturna de desierto incluye tanto o más riesgos de dispersión que durante el día: si estamos en el campo o en la montaña, probablemente hará frío; los ruidos de la noche, inciertos en origen, nos pueden asustar; las sombras, la oscuridad… Si amenaza lluvia o viento fuerte nuestro sentido común nos invita a quedarnos en casa o a cubierto. El sueño, por el cansancio por nuestro ritmo habitual de vida, hará presencia en esas horas. Pero todas esas “moscas” nocturnas nos ayudan a desafiar nuestra comodidad y la hospitalidad de un lugar seguro. Jesús oraba en la noche; el desierto nos anima a escuchar y buscar al Señor, con los mismos planteamientos de un desierto en el día.

La noche puede asustar, como asusta el desierto, y ello es parte de las sensaciones que experimentamos en nuestra búsqueda. La noche invita a la contemplación, a la adoración, a escuchar, y es un entorno que nos seduce para saborear los silencios y los sonidos, dejándonos envolver por la oscuridad e interiorizar para que el eco de la voz de Dios sea dueño de nuestra noche y de nuestro ser, sin temor a perderse, “…en el desierto es mucho más fácil orientarse de noche que de día, que los puntos de referencia son infinitamente más numerosos y seguros[10].

Cualquier noche, desde su comienzo hasta su final, o un número de horas limitado, es buena para entregarse por el campo, o la montaña, o la orilla de la playa, o el propio desierto como espacio físico a la llamada del Espíritu que nos hace salir de nuestro bienestar, desafiar el frío y la oscuridad y dejarnos llevar por él.

En la extensión del desierto, la que Dios nos ofrece, no la que queremos abarcar o delimitar, de día o de noche, el Señor nos invita a ser aprendices de un mundo nuevo a los que no somos maestros de nada.

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[1]. Anthony de Mello, ¿Quién puede hacer que amanezca?, (Santander 1985, 84)

[2]. René Voillaume, Por los caminos del mundo, (Madrid 1964, 214-215)

[3]Carlos de Foucauld, Obras espirituales, (Madrid, 1998, 113)

[4]. Carlo Carreto, Cartas del Desierto, (Madrid 1990, 138)

[5]Ion Etxezarreta, Hacia los más abandonados, (Granada 1995, 115)

[6]José Reding, Lueurs d’aurores, (Malonne, 1999, 52)

[7]. Willigis Jäger, Adonde nos lleva nuestro anhelo, DDB, Bilbao, 2004, 165

[8]. Éloi LECLERC, Dieu plus grand, DDB, París, 1990, 34

[9]. Mc 1,12-13

[10] Carlo Carreto, Íbid. 189

 

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