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“En el desierto, además de ejercitarte en la oración, aprenderás una oración distinta a la que estás acostumbrado.

Es la oración de la pura fe de la pura desnudez, de la gran simplicidad, de la que el desierto es su imagen geográfica.

En el desierto, más que orar, venimos a ser orados. Venimos a vivir a fondo lo de S. Pablo: “El Espíritu ora en nosotros, con gemidos inexpresables”.

Se te caerán los libros y los esquemas de oración, para quedar delante de Dios en sencilla oración. El Todo y la nada. Déjate mirar por El, déjate amor por El, déjate tocar por El... Tú calla, mira, ama, adora... Y así horas”.

                                                                            José Sánchez Ramos

“En el Desierto, vuestros padres comieron el Maná” (Jn 6,31)

La experiencia del desierto estuvo íntimamente ligada a los comienzos de la fe hebraica, desde el principio de la historia sagrada de Israel. Experiencia que lo acompaña en los momentos más dramáticos de su evolución.

Hacer de un país un desierto es algo parecido al caos, es regresar al vacío original (Jn 2,6; 4,20-26) El desierto se percibe al principio como una experiencia de dolor, de impotencia, resultado de las limitaciones humanas. Los pecados de Israel tiene el mismo efecto que una bomba nuclear: crean el desierto y la muerte (Ez 6,14; Jr 22,5; Mt 23,28), la ruina y el duelo.

En el desierto hago frente a mi acabamiento, a mi pecado, a mis límites. “¡No puedo más! Ahora, Señor, toma mi vida, pues yo no valgo más que mis padres” (1Re 19,4) En el desierto se está solo y, por tanto, se realiza el encuentro con Dios.

Dios ha querido hacer pasar a su pueblo por una tierra desolada (cf Dt 1,19) antes de hacerlo entrar en la tierra prometida. Si él lo ha escogido así no es por una mística de la soledad o por la preocupación de huir del mundo; se trataba de un paso obligado para liberar a su pueblo de los reflejos de la esclavitud egipcia y para revelarle su presencia misteriosa, su sorprendente voluntad.

Fue un tiempo de prueba y… de apostasía, sin contar con las crisis y rebeldías. “El Señor habló a Moisés y a Aarón: ¿Hasta cuándo seguirá esta comunidad malvada protestando contra mí?” (Nm 14,27; cf Sal 78).

Por tanto, el desierto será un lugar donde se revela no sólo la gloria de Dios, sino también su designio bondadoso para los hijos de Israel. Dios se hace guía de su pueblo a través de la nube (Ex 13,21-22) Es en el desierto donde hace alianza para siempre manifestando públicamente su voluntad por la Torah (Ex 19-20)

Dios sacará bien del mal en el desierto. A pesar de la increencia de los suyos, les envía el maná (Ex 16) y el agua (Ex 17) Renovará su alianza tras el episodio del becerro de oro (Ex 32-33) Su misericordiosa fidelidad se manifiesta en múltiples perdones. Su salvación es poderosa y supera incluso la falta del pueblo, como lo revela el episodio de la serpiente de bronce (Nm 21,4-9)

En el momento en que los hebreos se apartan de la alianza, una vez se instala la realeza en Canaán, los profetas se complacen en idealizar la etapa de la marcha por el desierto. Era la época de la fe pura (Dt 8,2-5) de cara a las tentaciones de sincretismo en la Tierra prometida. Es el lugar del culto verdadero, sin formalidades ni ostentación (Am 5,21-27)

El desierto se transforma en lugar de recurso y de refugio junto a Dios (cf Elías: 1Re 19), y en un sitio de comunión, de retorno  a las fuentes (cf Os 2,16-25), pues Dios se muestra como el pastor de su pueblo en el desierto (Is 63,11-14) y hará surgir la vida de los huesos desechados en el exilio.

Juan el Bautista es el prototipo cumplido de esta idealización del desierto en Israel. El más grande de los profetas vive en el desierto, y es allí donde llama a la conversión (Mc 1,2-8) Él revelará la presencia de Dios en medio de un pueblo, en su Mesías (Jn 1,29-34).

Cuando los evangelistas presentan a Jesús situado en el desierto, como un nuevo Israel, es llamado por el Espíritu a revivir las etapas del pueblo de Dios. Jesús se muestra fiel en la prueba, no atado a las comodidades, a lo espectacular o al poder, sino más bien a la Palabra, al servicio humilde y al abandono.

Juan presenta a Jesús como el que realiza plenamente los grandes dones recibidos durante el Éxodo: el agua brotando como vida eterna (Jn 4,14), el pan vivo que baja del cielo (Jn 6,51), el camino (Jn 14,6), la luz del mundo (Jn 8,12) Crucificado, cumple la profecía de la serpiente de bronce: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré hacia mí a todos los hombres” (Jn 12,32)

El desierto no es simplemente el lugar retirado propicio para la soledad (Mc 1,35), es el lugar por excelencia que revela quién es Dios para la humanidad (Mc 6,2). Cristo es nuestro desierto. En él superamos las pruebas; en él nos comunicamos perfectamente con Dios: “El Padre mismo os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo he salido de Dios” (Jn 16,27)

Tras recordar los acontecimientos de la fundación del pueblo elegido a partir del Éxodo, Pablo presenta algo en paralelo entre los cristianos de Corinto: el pasado debe servirle de ejemplo para evitar el mal. Concluye: “Dios es fiel. No permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Con la tentación os dará el medio para salir de ella y la fuerza para soportarla” (1Co 10,13)

Tal es la primera lección aprendida por la Iglesia en la experiencia del desierto: la fidelidad de Dios en medio de las pruebas que purifican la fe. Otra lección está implícita en la multiplicación de los panes (Mt 14,13-21) La gente va al desierto a escuchar a Jesús.

     Jean Pierre Langlois,

         Courrier de Québec Montréal

 

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